lunes, 6 de enero de 2025

El último roscón (2025)

El último roscón

Ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén, olé, olé, Olanda, olé; Olanda ya se ve, ya se ve, ya se ve… Las voces infantiles del famoso villancico se oyen leves y distorsionadas en el frío y pobremente iluminado obrador. Marcelo, nervioso y fastidiado, avanza penosamente y no sin dificultad hacia el rincón en el que reposa, sobre un mueble deslucido, la anticuada radio. Cuando la tiene delante, le arrea un golpe seco y brusco que la hace callar de golpe. Disfrutando del silencio que inunda el espacio, vuelve sobre sus pasos y se coloca de nuevo frente a la masa que habrá de convertirse en un roscón de reyes… El último de la temporada, un encargo para un cliente muy especial. 

Con toda la seguridad y experiencia que el haberse dedicado al oficio durante largos años le ha procurado, mueve diligentemente la masa entre sus enormes manos, casi sin mirar siquiera, levantando espirales de harina a su alrededor. Cuando unas motitas de harina se posan sobre el amasijo de carne mal cicatrizada que cubre parte la mayor parte de su ojo izquierdo, emite un gruñido, se quita las gafas y se separa de la mesa de trabajo. Intenta retirar la harina de su rostro utilizando su antebrazo, pues tratar de hacerlo con las manos implicaría empeorar la situación. Maldita sea, murmura, fracasando en su intento. No le queda más remedio que abandonar nuevamente la masa para dirigirse al baño diminuto, en un extremo del obrador. 

Abre el grifo y coloca sus manos debajo, limpiando así los restos de masa y harina. Ahora sí, con las manos limpias, se ayuda del agua para retirar la harina de su cara. Haciendo uso de la toalla húmeda y desgastada que cuelga de un colgador oxidado, seca su rostro y se mira en el espejo. La imagen que este le devuelve le recuerda nuevamente aquel suceso -cada vez más lejano- que marcó su piel y su vida para siempre. Repasa con sus dedos la grotesca cicatriz, reviviendo una vez más en su memoria aquel baño del colegio, en el que sucedió todo. Aquellos dos niños de su misma edad y curso, sus risas insidiosas, mirándole y sabiéndose superiores, disfrutando del momento. ¿Tienes miedo, gordito cuatro ojos?, le dijo el más alto, clavando sus ojos verdes y burlones sobre los suyos, que le devolvían la mirada, atemorizado. Recuerda sus cabellos pelirrojos, ardientes como el fuego, intimidándole. Sus pecas, graciosamente distribuidas en el hermoso rostro. Marcelo, petrificado y sintiendo el cuerpo tenso y agarrotado, tragó saliva. Las risas del otro, más bajito, burlándose de él. Danos las gafas, ahora, le ordenó el alto, adoptando su rostro una expresión maliciosa, regodeándose en su poder.  Marcelo, sin poder moverse, incapaz de articular palabra, les devolvía la mirada como única respuesta. 

Ojalá se hubiese defendido entonces, piensa ahora. Ojalá el recuerdo fuese otro. 

Pero no. 

¡El gordito cuatro ojos se ha meado!, gritó el más bajito, señalándole con el dedo y riéndose. La vergüenza que sintió pareció sacudirle por dentro, incitándole a reaccionar. Trató de abalanzarse sobre ellos, con la mala suerte de resbalar sobre el diminuto charquito de orina que se había formado bajo sus pies, haciéndole caer sobre las frías baldosas del baño. Patadas, golpes, insultos. Carcajadas. Mucho miedo. Cerró sus ojos fuertemente, deseando desaparecer. Y de repente, sangre. Un dolor indescriptible en su cara, en el ojo izquierdo: un pedazo de cristal atravesó su párpado. Y al poco, silencio. Lo encontró un maestro, unos minutos después.

Ese fue su último día en ese colegio, y el primero de su nueva vida como tuerto.

Sus padres decidieron que no volvería a la escuela, al fin y al cabo su destino estaba escrito: se dedicaría al negocio familiar, la pastelería, que a su vez sería su única herencia. Y así fue como Marcelo, con solo ocho años y un ojo, se dedicó a aprender el dulce oficio que hoy lo ocupaba. Han pasado más de cuarenta años, sabe que jamás lo olvidará: su reflejo mantendrá siempre vivo el recuerdo en su memoria.

Pero no tiene tiempo que perder, hoy menos que nunca, así que vuelve manos a la obra.

Amasa vehementemente. Piensa en el niño que fue, en el hombre que es. En su triste cicatriz; la que queda a la vista de todos, y la que no, tierna y profunda, imposible de cerrar. En la disculpa que nunca llegó. En la vida que dejó de vivir, y en la vida que ha vivido, escondido en el obrador, alejado de la mirada de la gente. En los cabellos rojos del niño, sus pecas, las risas. Dios sabe que ve esos cabellos rojos hasta en los sueños. Así, con estos pensamientos inundando su mente dolorida, se emplea en acabar el postre, hasta que finalmente este está listo para ser horneado.

En realidad, jamás pensó en vengarse, nunca pensó tener agallas ni medios para hacerlo. Pero el otro día el destino quiso que un hombre pelirrojo se personase en la pastelería. Me gustaría encargar un roscón de reyes, le escuchó pedir amablemente a su madre, que le atendió al otro lado del mostrador.

Marcelo saca el delicioso roscón del horno, temblando sus manos bajo la bandeja. Lo tiene claro: finalmente, lo va a hacer. Cuando lo ha colocado sobre la mesa de trabajo, lo corta transversalmente con ayuda de un cuchillo y lo rellena con abundante nata montada, tratando de mantener el pulso. Ahora sí, después de tanto tiempo, siente que al fin está preparado para reaccionar. Cierra el puño y aplasta con este sus gruesas y maltrechas gafas, que se hacen añicos contra la superficie de la mesa. Con cuidado, coge uno de los pedacitos de cristal y lo hace desaparecer fácilmente entre la nata, blanca y espesa, sintiendo que al fin podrá vengar al niño que fue.

···

Ocultándose tras la puerta que da al obrador, Marcelo observa con disimulo y dificultad a través de la rendija. Ahí está, unos pocos minutos más tarde de la hora acordada; es él, no le cabe la menor duda. Aunque no pueda ayudarse de sus gafas, ese rojo inconfundible de sus cabellos, -igual un poco apagado con los años-, le indica que es él. Observa como sonríe a su madre al pagar, ajena por completo a la identidad del cliente que tiene delante, que a su vez tampoco la reconoce a ella. Está acompañado por una mujer muy hermosa y esbelta, y por un niño de no más de diez años, la viva imagen de su padre, con sus mismos cabellos, cuyos vivos ojos verdes admiran la caja del roscón con ilusión.

¡Felices fiestas!, se despide amablemente, al salir.

Y así Marcelo siente en su abatido corazón que al fin se hará justicia, más de cuarenta años después.

Andrea C.

The Sad Christmas Series IV



domingo, 29 de diciembre de 2024

Año Nuevo (2024)

Año Nuevo

La voz de la joven y deslumbrante presentadora anuncia que las campanadas que marcarán el inicio del Año Nuevo están a punto de empezar. A pesar de que el frío de la calle ha logrado traspasar las paredes del diminuto y viejo inmueble, María está muy acalorada. Sin poder evitarlo, y presa de unas emociones que por el momento no logra distinguir, se revuelve sobre el desgastado sillón. Blanca, que ha vuelto de Berlín para pasar la Navidad con ellos, al percibir el nerviosismo de su madre, la mira y le pregunta que si se encuentra bien. ¡Silencio, coño! Que esto está a punto de empezar, escupe Paco, su padre, con la mirada amarillenta fija en el televisor y la boca entreabierta, preparándose para engullir la primera uva, pelada y deshuesada previamente por María. Blanca, aunque lo conoce bien, tal vez por haber pasado todo el año fuera, no logra acostumbrarse a las reacciones de su padre. En realidad –María bien lo sabe-, Blanca está contando los segundos para volverse a Alemania. Al fin y al cabo, le guste o no, es su padre.  María, acostumbrada como está a las formas de su marido, la mira y asiente, indicándole que sí, que todo está bien. Blanca fija su mirada en ella. María siente como los ojos de su hija, con cautela y preocupación, vuelven a repasar fugazmente el desconcertante maquillaje que ha escogido hoy para ocultar su rostro, cuyo aspecto dramático y grotesco recuerda al de un actor teatral del Barroco. Nada, hija, que me hago mayor. Y como es Fin de Año… He querido maquillarme un poco más…, le ha dicho antes, entre risas forzadas, justificando así el esperpéntico resultado. ¿Y qué iba a hacer? Desde luego que no es la primera vez. La ropa suele ayudarle en estos casos. Pero cuando su propio rostro se vuelve el blanco que escoge su marido para arremeter contra ella, no le queda más remedio que ocultar los cardenales debajo de una espesa masa de maquillaje. Ha llorado tanto que ya no siente ni pena; se ha acostumbrado, esta es su vida. Pero Dios sabe que no puede más. Y no quiere que su hija confirme sus sospechas; Blanca no es tonta. Los motivos que desencadenan las violentas reacciones de Paco son cada vez más absurdos y desconcertantes. María traga saliva al rememorar el de hoy, mientras una imagen en primer plano del reloj de La Puerta del Sol anuncia la primera campanada en el televisor. Se lleva una uva a la boca, recordando el cabreo desproporcionado que se ha apoderado de su marido esta tarde, cuando al subir del sótano donde suelen guardar las botellas ha comprobado que no había champán para brindar esta noche. Coge la segunda uva y se la acerca a los labios, rememorando todas las cosas horribles que le ha dicho, insultándola y gritando hasta desgañitarse. Con la cuarta uva piensa en su aliento nauseabundo, el hedor de alcohol y tabaco sobre su cara, y en el bofetón que le ha abierto la mejilla. Con la octava, en su propia sangre mezclándose con una única lágrima que no ha podido contener. Con la décima, la expresión de sorpresa que ha adoptado el rostro de Paco cuando, posteriormente a la paliza, abre la nevera para buscar una cerveza y se encuentra de bruces con la dichosa botella de champán... ¡Feliz año nuevo 2025!, anuncia la presentadora. Fuegos artificiales, copas y aplausos. María se ha descontado. En realidad, da igual. Mari, el champán, ordena Paco, sin mirarla, con la mirada clavada en el diminuto atuendo que luce la presentadora. María se levanta, dirección a la cocina, y vuelve con tres copas de champán. Brindan. María se acerca la copa a los labios, sujetándola entre sus dedos temblorosos. Da un trago y observa de reojo como Paco acaba con la suya de un solo trago, emitiendo un repulsivo eructo al terminar. Sin mucho más que añadir, Paco separa su ancho y abultado abdomen de la mesa, para levantarse y dirigirse al sofá, donde deja caer su voluminoso cuerpo sobre los raídos cojines. Está tan borracho y acostumbrado a la bebida que no se ha percatado de nada. María, nerviosísima, buscando un pretexto para escapar de la mirada de su hija y el pedazo de carne ebria que tiene por marido, se dirige a la cocina, cargando con los restos de uva, copas y otros platos. Temblando de pies a cabeza, se dirige al cubo de la basura y ahí está: el bote de matarratas, completamente vacío. Su contenido, en este mismo instante causando estragos en el estómago de Paco, procurará a su marido el descanso eterno y a ella, un tal vez no más feliz, pero desde luego más justo Año Nuevo. 

Andrea C. 

The Sad Christmas Series III





viernes, 27 de diciembre de 2024

Ella y él (2024)

Ella y él

Ella

El noticiario se oye de fondo, una retransmisión navideña, mostrando niños en pijama abriendo regalos, y familias alrededor de grandes mesas repletas de copas y comida. Irene suspira, ligeramente asqueada, pensando en lo tediosos que le están resultando estos días. Lo peor ya ha pasado, se consuela: hoy es 27 de diciembre.  Y, de repente, la invade una oleada de culpabilidad: ¿es que acaso no ha estado bien acompañada estos días? Por supuesto que sí. Su familia la ha colmado de cariño y atención; ellos sabían mejor que nadie que este año iba a necesitar apoyo durante las fiestas. Irene se enternece al pensar en su madre, cada día más mayor, que ha puesto el corazón en cada detalle para que las Navidades sean tan especiales como siempre, o incluso, un poco más si cabe. Detrás de esa momentánea sensación de culpa, Irene descubre una nueva oleada, pero de agradecimiento. Aun así, se dice, debe reconocer que no está siendo nada fácil. Hoy, al fin sola, en su diminuto apartamento, puede permitirse sentirlo todo. Y expresarlo todo, también. Las primeras Navidades sin Álvaro, después de cinco años de relación. Podría llevarlo peor, reconoce. Pero el ambiente festivo que se respira en las reuniones familiares, las preguntas incisivas de sus tías y el sentir que todo gira y avanza a su alrededor mientras ella se queda quieta, unas tantas casillas más atrás en el tablero del juego social, como si la decisión de acabar la relación la hubiese propulsado a la casilla de salida, no la ayuda en absoluto. Son las tres de la tarde, debería prepararse algo de comer, un poco de caldo, aunque sea. Pero no tiene ni pizca de hambre. Normal, piensa. Entre los excesos de estos días y lo abrumada que se siente, no tiene ganas de nada. Pero se obliga. Suspira y se dirige a la cocina, dejando el televisor encendido. Abre la nevera y coge un brick de caldo de pollo, a medio acabar. Lo vierte en una taza, aquella que le regaló Álvaro, con un corazón enorme en medio, y lo mete en el microondas. En algún momento tendría que hacer limpieza y deshacerme de algunas cosas, piensa. En fin de año, por ejemplo, se dice. Mientras la taza da vueltas dentro del microondas, coge el móvil y, casi sin darse cuenta, acaba echando un vistazo rápido a sus redes sociales. Y ahí está de nuevo: Álvaro ha compartido una fotografía. Como suele suceder cada vez que obtiene información sobre su ex, su corazón se para un microsegundo, perdiendo incluso la respiración. Sus ojos, clavados en la pantalla sucia y resquebrajada de su teléfono móvil, repasan la imagen que le ha robado el aliento: una mesa de madera, ataviada con unos delicados mantelillos blancos, y una vajilla lustrosa e indudablemente cara. Sobre la mesa, dos copas, seguramente con champán, para brindar. Y a un lado de las copas, dos manos. La más grande y conocida, debajo de la de ella, más blanca y fina, con vistosas uñas postizas. En medio del dedo anular, un anillo, coronado por una piedra transparente y brillante en el medio del mismo. Un diamante, tal vez. El microondas pita, indicando que el caldo de Irene está listo, casi al mismo tiempo que reacciona y cae en la cuenta de lo que esa imagen revela: Álvaro se va a casar. Irene, petrificada en su pequeña y oscura cocina, se siente abofeteada por la realidad. Esa mano podría haber sido la suya. Era evidente que esto pasaría, pero… ¿Tan pronto? Irene no lo entiende. Sabía por lo que las redes y sus voces amigas le habían contado que Álvaro estaba conociendo o saliendo con esa chica. Pero… ¿casarse? No lo entiende. Y sabe que debería darle igual, y que es lo mejor, y que no se arrepiente, pero no: que su ex vaya a casarse aún no la deja indiferente. Aún con el teléfono en la mano, vuelve al comedor y se desploma sobre el sofá, olvidando por completo la taza de caldo, enfriándose en el microondas. Sin poder evitarlo, la sorpresa y el desconcierto dan paso a un profundo pesar. Y al cabo de los segundos, rompe a llorar, acompañada únicamente por los festivos ruidos de fondo del televisor.

Él

Álvaro observa a Ana, que está por completo absorta en la pantalla de su teléfono móvil. Delante suyo, un bistec carísimo, enfriándose sobre un delicado plato de porcelana. Álvaro cae en la cuenta de que llevan prácticamente toda la comida sin hablar. No es que realmente sienta ganas de conversar, se dice a sí mismo. Es que, en realidad, no le sale. Es importante saber compartir el silencio, piensa, tratando de convencerse de algo. Se te va a enfriar la carne, cariño, le indica, casi en un susurro. Voy, le dice ella, dejando el teléfono boca abajo sobre la mesa. Álvaro se pregunta cuanto de inconsciente tiene ese gesto recurrente, si también dejará el móvil con la pantalla boca abajo cuando está sola. No lo sabe, no la conoce tanto. Tampoco es importante, piensa. Sonriente y en silencio, Ana corta un pequeño pedazo del bistec, y se lo acerca a los labios. Su rostro expresa satisfacción. Álvaro observa su mano, fina y delicada, adornada por el anillo que él mismo le regaló hace unas semanas y siente de repente todo el peso de la realidad sobre sí: qué rápido ha ido todo. Cuestión de medio año, en realidad. La ruptura con Irene fue brusca, un corte limpio; ella le dejó claro que no podría ser de otra manera. Contacto cero. Ni una llamada, ni siquiera un mensaje. Tuvo suerte de que no lo eliminase de sus redes, realmente le sorprendió mucho que no lo hiciera. En algún momento, pensó en hacerlo él. Pero no fue capaz. Si ni siquiera hablamos, reconoce. Y es cierto. Hace unos días, en un momento de debilidad absoluta, pensó en escribirle. Álvaro, al recordar ese momento, siente una profunda vergüenza; en la intimidad que le confirió aquel lavabo mal iluminado, sucio y nauseabundo de aquella discoteca cutre, alejado de la vista de sus amigos, estuvo a punto de hacerlo. Pero, por suerte, resistió. Salió del lavabo y se encontró de frente con la penosa y esperpéntica imagen que le devolvió el roñoso espejo del baño de hombres: él, con restos de vómito sobre la arrugada camisa, apestando a tabaco y sudor, a punto de escribirle a su ex, mientras sus amigos borrachos le esperaban para continuar con la fiesta que él mismo ideó para celebrar que al fin se iba a casar. Menuda estampa: un payaso triste, la estrella principal de su propio show, a punto de dar un paso que lo arrojaría al vacío que a cada segundo parecía ganar mayor profundidad en el centro de su pecho. Menos mal que no lo hice, piensa aliviado. Escribirle hubiese sido un tremendo error. Irene, al fin y al cabo -y muy para su pesar-, no estaba preparada para dar el paso, y así se lo hizo saber en su momento. Ese fue de hecho el principal motivo por el que sus caminos debieron separarse: lo que él sentía como un deseo sincero y natural, a ella le generaba vértigo, dudas, inseguridad y, -a la larga, porque no se dio por vencido- hastío. En un intento de alejarse de esos pensamientos, y acabando de masticar el último pedazo de su sangriento solomillo, coge su teléfono y revisa sus redes. Y ahí está de nuevo: la lista de visualizaciones de su red social favorita le indica que Irene ya ha visto la imagen que ha compartido hace unos minutos. Tratando de evitar que su cara genere expresión alguna, se fija en su nombre, como si las cinco letras acompañadas de su rostro en miniatura pudieran revelarle alguna verdad sobre su vida. Y, en realidad, como viene siendo ya habitual, lo que debe saber ahí está, a su vista, innegable e indudablemente; completa, fría e hiriente indiferencia. La vida sigue. La de Irene, y también la suya, con Ana. Amor, le dice Ana, devolviéndolo a la realidad. El postre, le indica. Un tiramisú con una pinta deliciosa, acompañado con un poco de nata. ¿Has visto qué pinta? ¿Me tomas una foto?, le pregunta sonriente, con entusiasmo pueril, de repente. 

Andrea C. 

The Sad Christmas Series II




domingo, 22 de diciembre de 2024

Noche de Paz (2024)

 Noche de Paz

Noche de paz, noche de amor,

todo duerme en derredor,

entre los astros que esparcen su luz,

bella anunciando al niñito Jesús,

brilla la estrella de paz.

 

    Una risotada desconocida, como si de un jarro de agua fría se tratase, lo saca de su sueño pesado y febril. No sin un gran esfuerzo, entreabre levemente sus ojos, descubriendo ante sí el ya conocido pedazo de avenida; lleva varios días aquí. Las centelleantes luces de Navidad alumbran la oscuridad en la que se despliega la noche invernal, que recubre la ciudad, llena de vida y movimiento. Los sonidos de la calle, así como el incesante devenir que se desenvuelve ante lo que de él queda, se presentan hoy de manera borrosa, lenta y distorsionada. Sin incorporarse siquiera, e ignorando la dureza del asfalto clavándose en sus marcadas costillas, repara brevemente en los cuerpos y caras desconocidas que deambulan ante él, entrando y saliendo de las dos enormes tiendas de ropa que tiene a lado y lado. El frenesí es incesante: gente diferente, de todas las edades y nacionalidades, cargando con bolsas y más bolsas. Coches, motos y cláxones. Conversaciones en todos los idiomas. Risotadas. Gente joven, tomándose selfies. Las canciones de las tiendas, sin letra, marcando el ritmo frenético e inhumano del centro de la ciudad. Alguna vez su aletargado olfato ha logrado percibir el perfume característico que se escapa de entre las puertas correderas de una de las tiendas que tiene al lado, cuyo constante abrir y cerrar libera y engulle a la masa de personas que se mueven a su alrededor, ajenas a su persona, pero percibiendo su presencia, como si la de una papelera o un árbol con el que no desean tropezar se tratase. Hoy no logra distinguir ese perfume, aunque tampoco lo busca, ni tiene siquiera consciencia de haberlo percibido alguna vez. Tampoco logra percibir el hedor que despide su cuerpo, empapado en sudor frío, mezclándose con los restos de orina que no logró retener hace un rato. Olores, sonidos e imágenes parecen estar disolviéndose y apagándose a su alrededor. El ritmo de las canciones, los coches, el rumor de la gente... Todo resulta difuso, ajeno y cada vez más lejano.

    Buscando el refugio que los degastastados y húmedos cartones puedan ofrecerle para esconder su maltrecho y delgado cuerpo, usa las fuerzas que le quedan para tratar de esconder su mirada del público, que parece verlo, aunque –de eso no le cabe la menor duda- nadie desea mirarlo. Cuando accidentalmente, alguna mirada distraída coincide con la suya, tarda poco en descubrir la incomodidad en el rostro del otro. Algunas pocas veces, movidos tal vez por la pena o por la sensación de no poder escapar, alguien se ha acercado y le ha dejado alguna moneda, o incluso algo de comida, manteniendo siempre una infranqueable distancia prudencial. Pero hoy no sucederá; ya da igual. La debilidad de su cuerpo es tal que incluso su consciencia parece estar abandonándolo. No siente hambre, el frío hace mucho que dejó de importar. Reuniendo sus últimas fuerzas, busca la agotada mirada del Cristo que lo observa, eternamente clavado en la cruz, representado en la pared de la modesta capilla que hace esquina, al otro lado de la carretera. Repasa sus pies, sobrepuestos el uno sobre el otro, los clavos. Las costillas expuestas, prominentes. La piel amarillenta, deslucida y cuarteada por el tiempo. La expresión derrotada del rostro de Cristo, su boca entreabierta, la mirada perdida, dirigiéndose al cielo, capturando eternamente el instante en que su espíritu abandona su cuerpo; eso es lo único y lo último que ve.

    Progresivamente, todo se vuelve blanco y lejano, sumergiéndolo en una antesala a una queda oscuridad. A lo lejos, en un último coletazo de consciencia, percibe la melodía de un antiguo villancico, cuya letra ya no logra identificar: Noche de Paz. Hoy es Nochebuena.

Y, para el resto del mundo, mañana será Navidad.

Andrea C.

The Sad Christmas Series I





domingo, 15 de diciembre de 2024

ESSE EST PERCIPI (2024)

 Esse est percipi

La camarera deposita la taza de café con leche sobre la fría superficie de la mesa de mármol. Sofía, sin dedicarle una mirada siquiera, le da las gracias y coloca sus manos alrededor de la taza, buscando su calor. Cortesía de la casa, le dice la camarera, sorprendiéndola con una magdalena de esas que vienen en una bolsita de plástico. Ahora sí, mirándola y agradeciendo el detalle, le da nuevamente las gracias. Puedo permitirme el capricho, se dice no muy convencida, mientras retira el plástico del envoltorio que la separa de la grasienta magdalena. Le da un pequeño mordisco, mientras repara en la fecha de caducidad que se indica discretamente en el plástico: le quedan cuarenta y ocho horas. Ahora entiendo el gesto, se dice, mientras saborea el pedacito de magdalena. Hacía mucho tiempo desde la última vez que su paladar se topó con algo tan dulce. Demasiado azúcar, se dice disgustada, mientras deja el resto de magdalena sobre el plato en el que reposa la taza de café. Se dispone a darle el primer sorbo cuando repara en el corazón que han dibujado graciosamente sobre la espuma. Oh. Voy a tomarle una foto y a compartirla en mis redes, decide. Sofía saca el móvil y dedica unos segundos a recolocar la magdalena mordisqueada al lado de la taza, tratando de conseguir no sabe muy bien qué efecto estético, y toma una foto de la composición improvisada. No, así no. Mierda. Estas migajas quedan mal. Bueno, así es más real..., se dice, casi al mismo tiempo que la sorprende una oleada de vergüenza que la lleva a mirar a lado a lado, como si temiese que alguien la hubiese descubierto haciendo algo indecoroso. Nadie parece haberse dado cuenta, menos mal…, se dice, aliviada. Madre mía, se reprende a sí misma. ¿En qué momento algo tan ordinario como un café se volvió algo digno de ser, no solo fotografiado, sino también compartido con el mundo? Sofía piensa, avergonzada, en su carrera, el máster y su ostentoso doctorado en filosofía. Uno esperaría, se dice a sí misma, siendo la suya una formación tan profusa y socialmente reconocida, que con los años su espíritu crítico se hubiese vuelto más afilado e incisivo ante los nuevos automatismos inconscientes de la vida moderna. Y ahí estaba, sola, a sus treinta años, en una cafetería cualquiera, fotografiando su triste -y cada vez más frío- café con leche, tal vez, en un intento fútil de romantizar su vida ante sí misma y el mundo. Qué triste. ¿En qué momento se volvió una víctima más de este proceder inconsciente y cuestionable que parecía dominar a todo el colectivo? Otra oveja en el rebaño, caminando sin rumbo hacia ninguna parte, guiada por la presión del resto, tal vez, en un intento de evitar quedarse sola. Yo, que siempre me reconocí orgullosamente como una oveja negra… ¡Mírame ahora!, se lamenta. Negra o blanca, en realidad, da lo mismo; está ciega, como todos los que forman parte de esa masa manipulable e irreflexiva; ya nadie ve los colores de nadie, y nadie muestra sus verdaderos colores. Todos iguales. ¡No! Todos diferentes; eso es precisamente lo que todos tenemos en común y lo que, de algún modo, nos vuelve iguales. Por dios… Parte de la existencia en la vida moderna, se dice, pasa por construir esa realidad virtual; una realidad ficticia, construida con pedazos de verdad adulterada, minuciosamente escrudiñada y revisada. Uno podría argumentar que se trata, en realidad, de una cuestión de naturaleza ontológica: no existir en las redes sociales implica -sobre todo para las almas solitarias como la suya- dejar de existir en un plano que, por mucho que uno se resista aceptar, parece a cada minuto estar ganando un mayor terreno en nuestra vida diaria. Ese latinajo de Berkeley, aquel filósofo irlandés, reverbera y se hace escuchar nítidamente entre las múltiples voces que generan el discurso de su aletargada mente: esse est percipi. Ser es ser percibido. A lo que luego le sigue aquel antiguo dilema filosófico, tantas veces comentado en las aulas: ¿si un árbol cae en un bosque y nadie lo escucha, genera este algún sonido? Igual hay sonidos que no merecen la pena ser percibidos, piensa. Tal vez ponemos demasiado empeño en amplificar y hacer eco de experiencias cotidianas que, al final, participan de una naturaleza discreta, irrelevante y silenciosa.

Da un sorbo a la taza de café. Frío, se lamenta. Y un poco agrio, también. Imposible de beber. 

Fastidiada, se lleva otro pedazo de magdalena a la boca. Sofía se pregunta, aludiendo nuevamente a su supuesto espíritu crítico, si precisamente por haberse afilado demasiado, este ha acabado por romperse. Observa como su filo, endeble y oxidado, se clava inclementemente sobre sus propios pensamientos. Pero se deja sangrar. Soy el puñal y la herida, se dice, mientras da otro mordisco desdeñoso a la magdalena. Con toda la dignidad que evocar a Baudelaire le confiere, observa el destrozo interior que su hoja genera, y se admira ante el color negro de la sangre, que se vierte sobre ella, recuperando así parte de su color original; una oveja negra, diferente a las demás. 

Sofía coge el móvil, accede a la galería y observa su pequeña obra de arte, mientras acaba con el último pedazo de la mutilada magdalena. No está tan mal, se concede. Sin darle mucha vuelta más, comparte su obra de arte personal con los quinientos cuarenta y siete seguidores de su red social favorita, añadiendo –como no podría ser de otra manera- un breve pero pedantísimo comentario que pretende ser un guiño a Marcel Proust.

Y es que, por mucho que haya estudiado -y por muy crítica que sea-, son pocas las personas que logran escapar a sus contradicciones. Esse est percipi. Ser es ser percibido. Posteo, luego existo.

Vaya, Miguel ha tardado menos de dos minutos en expresarle que le agrada su contenido, reconociendo así su valía, de hecho, validándola. Sofía ríe para sí.

Soy una oveja negra desteñida, piensa.

 Gamusina






lunes, 13 de junio de 2022

Las feligresas (2022)



Las feligresas

Las antiguas puertas de Modas Mercedes se cierran tras las espaldas de la señora Emilia. Sobre su brazo izquierdo cuelga una bolsa de tela de rejilla cargada de naranjas, las asas clavándose implacablemente sobre su piel. Cargada como se encuentra, uno esperaría que su figura, arrastrada por el peso de las naranjas, tendiera hacia el lado izquierdo, pero sucede precisamente lo contrario: esforzándose por mantener el equilibrio, su cuerpo se inclina hacia el lado derecho, tratando de cubrir con su sudorosa mano una enorme rasgadura que se ha abierto a lo largo de la falda y que amenaza descubrir la piel de sus piernas varicosas. Sofocada por el calor, y apurada por su desventura, se toma unos segundos para respirar. Al cabo de unos instantes, comprueba aliviada que, además de ella misma, solo hay una clienta en la tienda que está apoyada, dándole la espalda, sobre el envejecido y gastado mostrador. Al otro lado, ajena por completo a la presencia de la señora Emilia y enfrascada en lo que parece ser una apasionante conversación, se encuentra Mercedes, dueña del establecimiento. Emilia, posando su mirada en las innumerables cajas de medias, calcetines varios y coloridas bobinas de tela que reposan sobre las vetustas estanterías, comprueba que la pequeña mercería parece estar congelada en el tiempo: apostaría a que nada ha cambiado desde la última vez que estuvo allí –y de eso hace ya más de diez años-, cuando se casó Manuela, la menor de sus tres hijas, para comprar una bobina de hilo blanco que uso para resarcir un pequeño enganchón en el inmaculado vestido de su hija. Mercedes, que supo leer la urgencia en los ojos de Emilia, no dudó en triplicar el precio de la bobina de hilo; si algo le había enseñado la experiencia, era a reconocer el nerviosismo en la mirada de las madres de las mujeres casaderas. Emilia, disgustada por el oportunismo de Mercedes, se prometió a sí misma que no volvería a poner un pie en esa tienda, y, de hecho, si su falda no se hubiera malogrado en medio de la calle y a escasos metros de la dichosa mercería, así hubiera sido. Encontrándose más desahogada, se acerca al único maniquí de la tienda, ataviado con un vestido azul oscuro con diminutos topos blancos. Emilia, mientras examina la tela del vestido, que no parece de muy buena calidad, alcanza a escuchar parte de la conversación que mantiene a Mercedes y a la convecina por completo absortas: … y cuando lee los salmos… ¡qué delicia!, dice Mercedes, con incontenible emoción. Ni en la catequesis escuché las palabras de un cura con tanta atención… ¿No te pasa? Este Padre Lucio… Tan joven… ¿Qué edad debe tener? Apuesto a que no más de cuarenta… Ay, quién los pillara, suspira Mercedes, sintiendo el peso de sus sesenta años aplastándola como una losa. Emilia, sorprendida por el contenido de la conversación, falla en contener un pequeño respingo, que provoca la caída de una de las naranjas sobre el suelo ennegrecido. El pequeño estrépito que genera la pieza de fruta al rebotar contra la madera del suelo saca a Mercedes y a Paca, la clienta, de la ensoñación. Con notable incomodidad, Mercedes clava su mirada sobre el rostro sorprendido de Emilia, que trata de recoger la naranja del suelo sin que la integridad de su falda quede por completo perjudicada. ¿Puedo ayudarle en algo?, pregunta Mercedes, adoptando de repente un exagerado posado de profesionalidad. Emilia, sintiéndose de nuevo azorada, responde con una pregunta, interesándose por el precio del vestido azul. Los ojos de Mercedes, examinando con interés el pésimo estado de la falda de Emilia, parecen sonreír. Pues está de oferta, 49.95…, contesta Mercedes, improvisando una cifra. Y es monísimo, muy a la moda, dice, con afectado entusiasmo. Talla única, estira bastante, añade, mirando las redondeces de la accidentada clienta. Emilia, movida por la urgencia, la incomodidad y el deseo de abandonar ese lugar cuanto antes, acepta. Después de ponerse el vestido en el interior de un diminuto probador con olor a madera enmohecida, saca el billete con el que había de hacer la compra de la semana y paga el vestido. Mercedes y su atenta interlocutora vuelven a la conversación tan rápido como Emilia y sus naranjas abandonan la mercería.

            Domingo. Emilia entra en la pequeña iglesia y toma asiento, como de costumbre, en uno de los bancos más alejados del altar. Mientras los últimos feligreses van llegando, Emilia se abanica enérgicamente, rebotando los ribetes de su abanico azul –a juego con su vestido nuevo- sobre su acalorado pecho. Al rítmico rebotar de los abanicos de Emilia y el resto de mujeres que esperan el inicio del oficio, se le añade un nuevo sonido que proviene de la puerta del templo cristiano, y que corresponde, como pueden comprobar al girarse para identificar su origen, al vanidoso taconear de la señora Mercedes. La dueña de la mercería avanza impúdicamente por el pasillo que se abre a lado y lado de los bancos de madera de la iglesia, incurriendo en soberbia a cada uno de sus pasos. Emilia observa como su convecina, más emperifollada que nunca, se dirige con ademán altivo al banco de la primera fila, el que desde hace semanas viene siendo su asiento habitual. Emilia, boquiabierta, no puede despegar sus ojos de las alegres galas con las que se ha presentado Mercedes a la casa del Señor: un ajustado vestido rojo vino, sobre la rodilla que, de no haber sido un par de tallas más pequeño de lo que la corpulencia y la edad de Mercedes requerirían, tal vez hubiera resultado una buena elección para una noche de verbena. Emilia y el resto de congregantes, incluso unos minutos después del inicio de la misa, no logran desviar la mirada del extravagante aspecto de Mercedes, que, a su vez, solo tiene ojos para el Padre Lucio. Mercedes, adoptando su versión más devota, asiente efusivamente, en un intento de remarcar cada una de las palabras que se escapan de la boca del cura. Emilia, encontrando un mayor interés en el impostado gesticular de Mercedes que en el rezo de la oración que abre la liturgia eucarística, es capaz de percibir el irreprimible deseo de Mercedes al escuchar las palabras comer su carne, beber su sangre..., derramándose de la boca del cura. El Padre Lucio, finalizada la plegaria eucarística, y en habiendo invocado a la Virgen, al obispo del lugar, al Papa y a santos varios, se dispone a repartir el cuerpo de Cristo, fraccionado en diminutos pedazos de pan, entre los feligreses. Emilia logra contener la risa cuando el cura, con toda la dignidad que su posición le confiere, se alza frente a Mercedes, que espera fervorosa recibir su trozo de pan, y ella abre su boca, derribando en un solo gesto la piadosa impostura construida durante toda la misa. Mercedes cierra los ojos sensualmente, saboreando su momento favorito de la semana, y cayendo nuevamente –piensa Emilia- en el pecado. Cuando la hostia sagrada se ha deshecho plenamente en su boca, Emilia alcanza a ver como su vecina, sonriente y satisfecha, desentierra un billete de cincuenta euros de su perfumado y generoso escote y lo deja sobre el cepillo, que se irá moviendo, mano a mano, hasta los últimos bancos de la iglesia. Emilia, estupefacta, no logra retirar los ojos de su desvergonzada vecina hasta que el cepillo llega a sus manos. La generosa ofrenda de Mercedes reposa sobre un mar de monedas, provenientes de los bolsillos de sus no tan espléndidos vecinos. La idea cruza su mente rápida, como un rayo. Mira su vestido azul a topos, primero, y luego el billete… Por último, con discreción, mira a su alrededor. Solo Dios sabe cómo esos cincuenta euros desaparecieron del cepillo y acabaron, bien escondidos, en el monedero de la señora Emilia, de donde –o así lo sintió ella- habían salido hacía un par de días.

Gamusina

Fuente de la imagen: https://forosdelavirgen.org/poder-sanador-hostia-consagrada/ 

Texto ganador mes de mayo 2022 Concurso literario Projecte LOC 

martes, 10 de mayo de 2022

Delicatessen (2022)




Delicatessen

Marisa observa la costura de las medias comprimiendo la carne de sus enormes muslos y, por primera vez en la vida, su propia imagen no le resulta grotesca: se siente tremendamente sexy, y está cada vez más convencida de que la cita con ese desconocido va a ser todo un éxito. La aterciopelada voz de Peggy Lee llega a sus oídos desde las entrañas de los altavoces de su equipo de música, y advierte en ella una confirmación de su favorable augurio: Oh, this is the night... It's a beautiful night, and we call it bella notte... Tarareando y dando a luz a una nueva versión del clásico, Marisa completa su vestuario con un vaporoso vestido rojo que resalta sobre su piel blanca, desde hace largos años protegida de las inclemencias del sol. Y es que Marisa, aunque de pequeña disfrutaba nadando en el mar y haciendo castillos de arena bajo el sol, cuenta muchos años desde la última vez que puso un pie en la playa; encontrar un bikini de su talla no es tarea fácil... Y, cuando al fin lo consigue, luego no se atreve a mostrarse públicamente en él; nuestro mundo es un mundo cruel. Sí, Marisa bien lo sabe: durante toda su vida y hasta hace muy poco, esta realidad la había golpeado con una fiereza supina, abriendo heridas invisibles de las que aún supuran la pena y la rabia. Pero esta vez, -se dice a sí misma-, será diferente. Sí, con Ernesto será forzosamente diferente; Marisa, para su goce y alegría, parece cumplir a la perfección con el prototipo de chica que él busca. Y no, no se trata de uno de esos hipócritas que dicen fijarse solo en el interior de las personas, como si el tener sobrepeso ya le eximiese a uno de ser atractivo y lo obligase, para compensar, a ser buena persona. No, Ernesto no es así; a Ernesto le gustan las mujeres plus size, y así lo indicó en el perfil de la app que los puso en contacto: "Varón, 34 años. Asesor gastronómico. Busco mujer plus size para una cena delicatessen y lo que surja". Marisa repasa su pintalabios y observa las redondeces de su rostro, que hoy, al sonreír, le parece mucho más hermoso. Finalmente Marisa se perfuma y sale de su apartamento, sintiendo como las hebillas de los atrevidos zapatos de tacón se le clavan en la piel de unos pies que, para su sorpresa, avanzan por la calle pisando más fuerte y seguros que nunca. Sí, a Marisa la suelen mirar por la calle, pero hoy siente que los ojos que se clavan en su espalda ven a una persona diferente, alguien que se ha permitido ser quien es en absoluta plenitud. El paseo hasta la dirección que le ha facilitado Ernesto se le hace corto, y en menos de un santiamén se planta en la puerta de su lujoso domicilio. Está tan nerviosa y emocionada que ni siquiera siente la fina capa de sudor que empapa casi por completo el trozo de tela del vestido que cubre su espalda. Ernesto abre la puerta. Se saludan cordialmente y entran al interior de la casa, cuya lujosa y pulcra decoración hace las delicias de su invitada. Marisa acepta sonrojada los cumplidos que él le dedica, y después de intercambiar unas palabras torpes y tímidas, él le sirve una generosa copa de vino. Marisa se fija en cómo se tensa su cuerpo trabajado bajo la ajustada camisa al descorchar la botella y se siente arder en un deseo urgente de liberarle cuanto antes de la misma. Él se sienta a su lado, con un posado elegante y seguro, y clava sus ojos negros en los de ella, penetrándola con la mirada. Charlan durante un rato, se ríen. Ella se fija en sus ojos, con las pupilas dilatadísimas, indicando indudablemente que le agrada lo que ve. Ernesto tiene unos ojos hermosos en una mirada seria; Marisa piensa que hay algo tajante y frío en ellos, y se le antoja que su cita tiene la mirada de un lobo, comparación que, en el contexto en que se encuentran, incrementa aún más sus deseos de caer presa en sus fauces. En un momento se quedan callados, mirándose. Ernesto da el primer paso y la besa, tal vez con una brusquedad mayor de lo que Marisa desearía, pero la atracción es tal que en cuestión de segundos sus cuerpos se han convertido en uno. Él la posee intensamente, y ella se abandona al placer, disfrutando el momento y sintiéndose rematadamente dichosa por ser quién es. Cuando acaban, se visten y, estando plenamente relajados, se disponen a cenar. Cenan en la cocina, una cocina enorme, más grande que todo el apartamento de Marisa, con las neveras más descomunales que ha visto en su vida. Ernesto ha preparado un menú de lujo, elaborado por él mismo, demostrando que la información del anuncio de la app era veraz. Marisa, ante semejante banquete, da rienda suelta a su glotonería -durante tantos años castigada- y disfruta de la cena como si fuese la última: no tiene reparo alguno en comerse la última tostadita de ese fuá espectacular, y se permite repetir segundo plato; su instinto de supervivencia le indica que tal vez nunca más vuelva a probar un bistec tan jugoso y delicioso. El chef la acompaña en la cena y sonríe ante los innumerables cumplidos de su agradecida comensal; no cabe duda, Marisa está extasiada, nunca antes había probado un manjar que se le pareciese. Tras el postre, Marisa pide ir al baño. Él le indica el camino, y ella avanza por el suntuoso pasillo hasta que da con la puerta indicada. Se mira en el espejo y trata de adecentar su cabello -¿en serio se ha permitido cenar de esta guisa?- y elimina totalmente los restos de pintalabios de su boca. Cuando está a punto de salir del baño, observa en el espejo el reflejo de algo que capta su atención: hay algo extraño sobre el grifo de la ducha. Dejándose vencer por la curiosidad, se acerca al objeto y lo manipula para ver lo que es: un camisón lencero, talla XXL, en un elegante color burdeos. Marisa suspira y, como una letanía, se repite aquella vieja certeza: el mundo es cruel. O no. Una cena es una cena, ¿no? Ha estado muy bien: la ha tratado como a una reina, y ella se va a ir a casa más feliz que unas pascuas, se dice a sí misma. Abre la puerta del baño, y cuando se dispone a avanzar de nuevo hacia la cocina, un fuerte dolor en el cuello la deja aturdida y cae al suelo, desplomándose su enorme cuerpo en un golpe sordo contra una exquisita moqueta persa. La oscuridad del pasillo se vuelve completa.

Ernesto trabaja con diligencia y concentración, poniendo toda el alma en los detalles. Goza enormemente en la ejecución de su oficio; vive literalmente por y para ese momento. Encuentra un placer inusitado en el breve y poderoso crujir de los huesos al separar los miembros del cuerpo, y se deleita hasta la emoción al seccionar, separar y envasar las diferentes carnes para su posterior consumo. La voz de Lee, en su hermosísima Bella Notte, acaricia sus oídos: It's a beautiful night, and we call it Bella Notte... Ha sido una noche bella, ciertamente, piensa para sí. Pero no mejor que la siguiente. Gracias a Marisa, su próxima comensal, si cabe, aún disfrutará más que ella misma.

Gamusina

Texto ganador Concurso literario Projecte LOC (2022)


viernes, 23 de abril de 2021

La Sorpresa (2021)

Fa uns dies l'ajuntament de Palau-Solità i Plegamans em va notificar que el meu relat 'La Sorpresa' havia rebut el primer premi del concurs literari de Sant Jordi. Em va fer una il·lusió enorme... Us el comparteixo a continuació. 



LA SORPRESA

Sheila, 14.03h

Surto al balcó i em deixo caure a la cadira. Sospiro i tanco els ulls uns segons. Agafo el telèfon i torno a llegir per centèsima vegada el missatge que em va enviar la Marisa fa un parell de dies. Me'l sé de memòria. Finalment, responc breument i educada que no podrà ser, que no em trobo bé, però que gràcies igualment per haver-me convidat. Enviar. Ja està. Aparto el telèfon. Em sento incòmoda, torbada i avergonyida. Però, sobretot, sento ràbia. Una llàgrima indiscreta lluita per alliberar-se i relliscar sobre el meu rostre. Però no, ara no. El meu home és a casa. Sospiro fondament i entro, tractant d'amagar l'al·luvió d'intenses emocions que sento.

Pere, 15.02h

Surto de l'oficina i em dirigeixo al pàrquing. Entro apressadament al cotxe i deixo el paquet amb el rellotge que m'han regalat els companys al seient del copilot. Engego el cotxe i em disposo a iniciar el trajecte que porto fent dues vegades al dia des dels últims set anys. Els aniversaris, com també em passa amb els caps d'any, m'han sumit sempre en sentides reflexions sobre l'inexorable pas del temps... Avui, al meu cinquanta aniversari, dono les gràcies per tot allò que m'ha donat la vida: salut, una bona feina, estabilitat econòmica, un sostre i una dona excel·lent i dedicada amb qui comparteixo la meva vida des que ens vàrem conèixer a la universitat. Pensar en la Marisa, la meva dona, en la seva paciència infinita i bona voluntat, em fa sentir una fonda tristor. Últimament està abstreta i distant. Ha perdut pes i fuma massa, però qui sóc jo per a jutjar... Ara deu estar ultimant els últims detalls de la sorpresa. Bé... El que ella creu que per a mi serà una sorpresa. La Sheila em va posar en coneixement dels plans de la meva dona fa un parell de dies... La culpabilitat que porto sentint des de llavors és indescriptible. Ho hauria d'haver imaginat... Però en fi. No és moment per a lamentacions o penediments: he de fer el possible per resultar natural... Vaja. Quan em vull adonar, ja sóc a casa. Sospiro i surto del cotxe. Tot en ordre. Dono una ullada ràpida a la casa de la Sheila. Sento una punxada intensa al cor i pico al timbre de casa.

 

Marisa, 15.12h

Tota la família i amics d’en Pere es distribueixen silenciosament i ordenada a la sala d’estar. En Pere deu estar a punt d’arribar. En Marc i en Pau, amics de la infància, s’han assegut al costat i costat del sofà, davant de la televisió. L’Antònia, la meva sogra, ocupa una cadira al costat de la muntanya de saborosos canapès que ella mateixa ha preparat. Aquests canapès, per a sorpresa dels meus convidats, són en realitat l’únic menjar que podran degustar en aquesta tan especial ocasió. Ric amargament per dins, ja que sé que per molt deliciosos que siguin, ningú tindrà ganes de menjar després del què estan a punt de presenciar. No falta ningú, tothom ha pogut venir. Bé, tothom tret de la Sheila. Tanmateix, en realitat, no comptava amb la seva presència de cap de les maneres. M’encenc una altra cigarreta, feia anys que no estava tan nerviosa. Es respira un ambient de molta expectació… M’apropo al DVD que hi ha sota la televisió i connecto el pen-drive que conté l’arxiu en què porto treballant d’amagatotis des de l’últim mes. La dedicació que hi he posat fins i tot m’ha fet perdre pes… Sona el timbre. Tothom es queda glaçat. Susanna, la meva cunyada, obre la porta. Sorpresa! Observo a en Pere fer gala de els seus dots d'actor de Hollywood... La seva sorpresa gairebé sembla real i tot. Entre abraçades, copets a l'esquena, petons i aplaudiments, les mans dels nostres convidats el dirigeixen al sofà i s'asseu entre en Pau i en Marc. La mirada de tothom es dirigeix a la televisió i l’ambient se sumeix en el silenci... Fragments de tota una vida es van succeint un rere l'altre... Fotos d'ell de petit, jugant amb la seva germana al poble. La nostra primera cita, a aquella cafeteria propera a la universitat. Fotos de quan vam entrar a la casa, fa ja trenta anys... Barbacoes, vacances, excursions... Tothom observa esbalaït els moments de la nostra en aparença perfecta i envejable vida... La mirada d'en Pere, entendrida, em busca... I jo, sense deixar de fumar i somrient, la hi torno... Però el que està a punt d'aparèixer en pantalla, encara que ho hagi vist ja més de mil vegades, roba tota la meva atenció. Un vídeo en què apareix el nostre llit, perfectament fet. Tothom, estranyat i expectant, calla. Se sent una porta que s'obre. Unes rialletes nervioses. Dos cossos que avancen, cara a cara, fent-se petons, dirigint-se al llit. Les mans del meu marit descordant apressadament la brusa que amaga uns pits que no són els meus. La pressa amb què es treu la camisa. L'expressió entremaliada i excitada del rostre de la meva veïna en posar-se a quatre potes sobre els meus llençols... Els dos amants, ni en una sola ocasió, reparen en la càmera diminuta que vaig instal·lar discretament a la nostra habitació i que va acabar per confirmar les meves sospites. Llavors, algú apaga la televisió. Sento les mirades de tothom sobre mi, però no veig a ningú. Faig una última calada a la cigarreta i llenço la burilla sobre la catifa. Algú, la Susanna possiblement, obre la porta i surt... I quan em vull adonar, em trobo tota sola. On és en Pere? No ho sé. Ja no importa. M'apropo a la safata de canapès i m'emporto un a la boca i, per uns segons, assaboreixo l'amargura de la realitat mesclant-se amb el gust dolç de la venjança.

 Gamusina

martes, 16 de julio de 2019

De les metzines de l'amor (2010)



Esto lo escribí con 16 años. Sentía y creía que una podría morirse de amor. Si bien es cierto que ahora entiendo el amor -y la vida en general- desde un punto de vista menos dramático, creo que merece la pena compartirlo y releerlo desde la ternura y la experiencia que dan los años. 








De les metzines de l’amor 


Benaventurat el que no tasta,
les metzinoses mels de l’amor;
és un delitós beuratge que amaga,
un bon glop de tristesa a l’interior.

Al darrere la dolça llepolia,
s’oculta una amarga realitat;
com una delicada melodia,
que mor amb un gemec desconsolat.

Com un ferro roent a la pell nua,
l’estigma de l’amor queda timbrat;
en forma de reminiscència crua,
que infinitament és recordat.

Oceans de llàgrimes per vessar;
quan el cor plora res el fa callar.




Gamusina







domingo, 14 de julio de 2019

Cita en la cervecería (relato)


El presente relato tuvo la suerte de ser premiado hace un par de meses en el concurso que celebró el ayuntamiento de Palau-Solità i Plegamans con motivo de la Diada de Sant Jordi. Hoy lo comparto con la misma ilusión con la que lo escribí. Es de lectura fresquita y veraniega. 




Cita en la cervecería



Clara, 20.48h
Abro el armario y rebusco hasta que encuentro el vestido de lino blanco que compré en las rebajas de hace un par de años. Con una chaquetilla fina de punto no pasaré frío, ya estamos en junio y empieza a hacer calor. He quedado con un tal Max a las nueve en una cervecería cercana a Plaza Cataluña. Veremos qué sale de esto. Me dirijo al metro. Aún no he llegado y ya me estoy arrepintiendo. Por qué le haría caso a Laura? Las apps para ligar no son lo mío… Bueno, ligar, directamente, no es lo mío. Por otro lado, ya hace casi un año de lo de Pau. Tengo ganas de conocer a alguien. Será hoy la noche? Lo dudo, pero no pierdo nada. Ya estoy en el metro. Vuelvo a mirar su perfil: Max, 26 años, enamorado del deporte y de la vida. Mens sana in corpore sano. Lo más sorprendente de todo es que hayamos quedado: la última vez que hice deporte fue durante una clase de educación física, fumo mucho más de lo que debería y los noodles del Wok to Work que hay en la esquina de mi bloque son la base de mi dieta. En fin. Al menos, si el tal Max resulta ser tan atractivo como en su foto de perfil y nos gustamos, tal vez encuentro la motivación suficiente como para cambiar de vida.
  

Max, 21.10h
La chica de la app llega tarde. Mala señal. Bueno, intentaré ser paciente. Son y 10. Parece que es ella… Sí, debe ser ella. Sonrío. Sonríe. Nos saludamos con un discreto beso en la mejilla. Entramos a la cervecería. Lleva puesto un vestido blanco algo raído y un bolso de piel estilo boho, de esos que desprenden, imperecederamente, un incómodo olor a piel de camello. Entramos en el bar, ella va un par de pasos delante de mí y reparo en el tatuaje en forma de luna que adorna uno de sus hombros. Está algo agitada y nerviosa. Parece nueva en este mundo. Nos sentamos en la mesa que escojo siempre y empiezo a romper el hielo con las preguntas de siempre: que si te gusta esta mesa o quieres otra, que si has venido antes aquí, que si realmente sólo quieres una copa como indicaste en tu perfil o estás abierta a algo más, etc. Se acerca Jordi, nos dedica una resplandeciente y ensayada sonrisa y nos toma el pedido. Clara, a pesar de los nervios, parece que viene con hambre: una hamburguesa completa con cebolla caramelizada y bacon. No me parece una buena elección, aunque explica perfectamente que le sobren unos 5 o 6 kilos. Le explico que trabajo como vendedor de bicicletas en el negocio familiar. Asiente y sonríe. A penas habla. Está algo incómoda. Dice que va al baño. Claro, por supuesto, aquí te espero! Me fijo en Jordi, que está secando con ahínco el interior de unas jarras de cerveza. Las mangas del polo que viste cada noche para trabajar se ajustan cómodamente sobre los músculos de sus fuertes brazos. Si me fijo, puedo ver como asoma una parte de un tatuaje en la parte interna del brazo derecho. Su mirada y la mía se cruzan, así que aparto mis ojos del azul intenso de los suyos con el tiempo suficiente para fijarme de nuevo en Clara, que vuelve del baño. El resto de la velada transcurre con tranquilidad. Realmente no tenemos nada que ver el uno con el otro, pero debo reconocer que, una vez relajada, se ha mostrado amable y divertida. Es escritora. En algún momento de la noche me explica algo sobre lo que está escribiendo, pero mi mente no logra sacar a Jordi de mis pensamientos y a duras penas puedo fingir que le presto atención. Pedimos la cuenta. Jordi nos la trae. Pagamos a medias, salimos, nos despedimos, prometemos volver a vernos y nos separamos, sabiendo que no volveremos a quedar jamás.

El camarero, 00.45h
Al fin llega la hora de cerrar. Ha sido una jornada relativamente tranquila –entre semana vamos mucho más desahogados que en el fin de semana-, pero salgo del local algo inquieto y expectante. Me enciendo un cigarro y camino tranquilamente por las calles casi desiertas, agradeciendo el frescor y la humedad de la noche de Barcelona. Nuestro Don Juan ha venido esta noche de nuevo. No falla. Noche tras noche, desde hace por lo menos tres meses, entra, se sienta en la mesa del fondo y empieza su teatro. La damisela a la que ha hecho perder el tiempo hoy no debería tener más de 27 años… y llevaba puesto un vestido blanco que le sentaba de miedo. Sonrío al recordar el cabello castaño recogido en un moño desenfadado… Juraría que iba sin pintar siquiera. Tenía un aire hippie y despreocupado que me encanta. Al tomarles nota, me he asegurado de que el cocinero le pusiera extra de bacon… Sin duda ha sido lo mejor que se ha llevado de esta noche. En un momento dado he pillado al molesto Don Juan mirándome y acto seguido, un tanto azorado, ha apartado la mirada. Su teatro debía continuar. Entre mis idas y venidas a la barra a por copas y nachos y pintas intentaba pescar algo de la conversación que estaban teniendo aquellos dos. Puedo deducir que a la chica le gustaba escribir, o leer, ya que le estaba explicando, muy ilusionada, algo sobre una colección de relatos o algo por el estilo. En uno de mis incesantes viajes me pareció escuchar que ha estudiado filosofía... Unos minutos después, el Don Juan garabateó una nota en el aire. Querían la cuenta. Se iban a ir. Me quedé con las ganas de conocerla más. Y entonces, no lo dudé. Cogí una tarjetita publicitaria del bar y garabateé mi número de teléfono. Les acerqué la cuenta y la tarjeta –con el número escondido en la parte inferior-, rezando porque la chica se la llevase. Se levantaron, se acercaron a la puerta y se fueron. Con ansiedad y arrebato me acerqué a la mesa a recoger el dinero y tuve que contener mi euforia al comprobar que la tarjeta… Mi móvil acaba de vibrar. Un mensaje al Whatsapp. Un número desconocido. Alguien con un tatuaje en forma de luna como foto de perfil acaba de saludarme.

Gamusina



martes, 2 de abril de 2019

Encina indómita (2016)


Orgullosa se yergue la encina sobre el rico y húmedo terreno. Alta y frondosa, busca con su verdeada mirada los rayos del sol.

En su corteza endurecida ya han desaparecido las marcas de la triste y espinosa enredadera que osó, hace un tiempo, robarle la luz: la bella encina, embelesada por el intenso fulgor de una rosa, desvió su mirada del sol y se posó sobre los suaves pétalos que le ofrecía la punzante compañera. Sigilosa y decidida, se retorcía y enredaba sobre su tronco, mientras ésta, cabizbaja su verde cabeza, se distraía con la rosa. La dulce fantasía de la encina quedó interrumpida: el afilado abrazo de la enredadera se clavaba firmemente sobre su tronco, amenazando con llegar a la lozana cabeza de rígidas ramas.

Estaba en su indómita naturaleza amar la luz. Fue así como, olvidando el encarnado brillo de la tramposa rosa, fijó de nuevo la cetrina mirada sobre el sol. Imponente y hermosa luce hoy su robusta figura, bañada imperecederamente por la luz. 



Gamusina

 Dones veu a les dones? (2016)