Noche de Paz
Noche de paz, noche de amor,
todo duerme en derredor,
entre los astros que esparcen su
luz,
bella anunciando al niñito Jesús,
brilla la estrella de paz.
Una risotada desconocida, como si
de un jarro de agua fría se tratase, lo saca de su sueño pesado y febril.
No sin un gran esfuerzo, entreabre levemente sus ojos, descubriendo ante sí el
ya conocido pedazo de avenida; lleva varios días aquí. Las centelleantes luces de Navidad alumbran la oscuridad en la que se despliega la noche invernal,
que recubre la ciudad, llena de vida y movimiento. Los sonidos de la calle, así
como el incesante devenir que se desenvuelve ante lo que de él queda, se
presentan hoy de manera borrosa, lenta y distorsionada. Sin incorporarse
siquiera, e ignorando la dureza del asfalto clavándose en sus marcadas
costillas, repara brevemente en los cuerpos y caras desconocidas que deambulan
ante él, entrando y saliendo de las dos enormes tiendas de ropa que tiene a
lado y lado. El frenesí es incesante: gente diferente, de todas las edades y
nacionalidades, cargando con bolsas y más bolsas. Coches, motos y cláxones.
Conversaciones en todos los idiomas. Risotadas. Gente joven, tomándose selfies. Las canciones de las tiendas,
sin letra, marcando el ritmo frenético e inhumano del centro de la ciudad. Alguna
vez su aletargado olfato ha logrado percibir el perfume característico que se
escapa de entre las puertas correderas de una de las tiendas que tiene al lado,
cuyo constante abrir y cerrar libera y engulle a la masa de personas que se
mueven a su alrededor, ajenas a su persona, pero percibiendo su presencia, como
si la de una papelera o un árbol con el que no desean tropezar se tratase. Hoy
no logra distinguir ese perfume, aunque tampoco lo busca, ni tiene siquiera
consciencia de haberlo percibido alguna vez. Tampoco logra percibir el hedor que despide su cuerpo, empapado en sudor frío, mezclándose con los restos de orina que no logró retener hace un rato. Olores, sonidos e imágenes parecen estar disolviéndose y apagándose a su alrededor. El ritmo de las canciones, los coches, el rumor de la gente... Todo resulta difuso, ajeno y cada vez más lejano.
Buscando el refugio que los
degastastados y húmedos cartones puedan ofrecerle para esconder su maltrecho y delgado cuerpo,
usa las fuerzas que le quedan para tratar de esconder su mirada del público,
que parece verlo, aunque –de eso no le cabe la menor duda- nadie desea mirarlo.
Cuando accidentalmente, alguna mirada distraída coincide con la suya,
tarda poco en descubrir la incomodidad en el rostro del otro. Algunas pocas
veces, movidos tal vez por la pena o por la sensación de no poder escapar,
alguien se ha acercado y le ha dejado alguna moneda, o incluso algo de comida,
manteniendo siempre una infranqueable distancia prudencial. Pero hoy no
sucederá; ya da igual. La debilidad de su cuerpo es tal que incluso su
consciencia parece estar abandonándolo. No siente hambre, el frío hace mucho que
dejó de importar. Reuniendo sus últimas fuerzas, busca la agotada mirada del Cristo que lo
observa, eternamente clavado en la cruz, representado en la pared de la modesta
capilla que hace esquina, al otro lado de la carretera. Repasa sus pies, sobrepuestos el uno sobre el otro, los
clavos. Las costillas expuestas, prominentes. La piel amarillenta, deslucida y
cuarteada por el tiempo. La expresión derrotada del rostro de Cristo, su boca
entreabierta, la mirada perdida, dirigiéndose al cielo, capturando eternamente
el instante en que su espíritu abandona su cuerpo; eso es lo único y lo último
que ve.
Progresivamente, todo se vuelve
blanco y lejano, sumergiéndolo en una antesala a una queda oscuridad. A lo
lejos, en un último coletazo de consciencia, percibe la melodía de un antiguo villancico,
cuya letra ya no logra identificar: Noche
de Paz. Hoy es Nochebuena.
Y, para el resto del mundo,
mañana será Navidad.
Andrea
C.
The Sad Christmas Series I
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