viernes, 27 de diciembre de 2024

Ella y él (2024)

Ella y él

Ella

El noticiario se oye de fondo, una retransmisión navideña, mostrando niños en pijama abriendo regalos, y familias alrededor de grandes mesas repletas de copas y comida. Irene suspira, ligeramente asqueada, pensando en lo tediosos que le están resultando estos días. Lo peor ya ha pasado, se consuela: hoy es 27 de diciembre.  Y, de repente, la invade una oleada de culpabilidad: ¿es que acaso no ha estado bien acompañada estos días? Por supuesto que sí. Su familia la ha colmado de cariño y atención; ellos sabían mejor que nadie que este año iba a necesitar apoyo durante las fiestas. Irene se enternece al pensar en su madre, cada día más mayor, que ha puesto el corazón en cada detalle para que las Navidades sean tan especiales como siempre, o incluso, un poco más si cabe. Detrás de esa momentánea sensación de culpa, Irene descubre una nueva oleada, pero de agradecimiento. Aun así, se dice, debe reconocer que no está siendo nada fácil. Hoy, al fin sola, en su diminuto apartamento, puede permitirse sentirlo todo. Y expresarlo todo, también. Las primeras Navidades sin Álvaro, después de cinco años de relación. Podría llevarlo peor, reconoce. Pero el ambiente festivo que se respira en las reuniones familiares, las preguntas incisivas de sus tías y el sentir que todo gira y avanza a su alrededor mientras ella se queda quieta, unas tantas casillas más atrás en el tablero del juego social, como si la decisión de acabar la relación la hubiese propulsado a la casilla de salida, no la ayuda en absoluto. Son las tres de la tarde, debería prepararse algo de comer, un poco de caldo, aunque sea. Pero no tiene ni pizca de hambre. Normal, piensa. Entre los excesos de estos días y lo abrumada que se siente, no tiene ganas de nada. Pero se obliga. Suspira y se dirige a la cocina, dejando el televisor encendido. Abre la nevera y coge un brick de caldo de pollo, a medio acabar. Lo vierte en una taza, aquella que le regaló Álvaro, con un corazón enorme en medio, y lo mete en el microondas. En algún momento tendría que hacer limpieza y deshacerme de algunas cosas, piensa. En fin de año, por ejemplo, se dice. Mientras la taza da vueltas dentro del microondas, coge el móvil y, casi sin darse cuenta, acaba echando un vistazo rápido a sus redes sociales. Y ahí está de nuevo: Álvaro ha compartido una fotografía. Como suele suceder cada vez que obtiene información sobre su ex, su corazón se para un microsegundo, perdiendo incluso la respiración. Sus ojos, clavados en la pantalla sucia y resquebrajada de su teléfono móvil, repasan la imagen que le ha robado el aliento: una mesa de madera, ataviada con unos delicados mantelillos blancos, y una vajilla lustrosa e indudablemente cara. Sobre la mesa, dos copas, seguramente con champán, para brindar. Y a un lado de las copas, dos manos. La más grande y conocida, debajo de la de ella, más blanca y fina, con vistosas uñas postizas. En medio del dedo anular, un anillo, coronado por una piedra transparente y brillante en el medio del mismo. Un diamante, tal vez. El microondas pita, indicando que el caldo de Irene está listo, casi al mismo tiempo que reacciona y cae en la cuenta de lo que esa imagen revela: Álvaro se va a casar. Irene, petrificada en su pequeña y oscura cocina, se siente abofeteada por la realidad. Esa mano podría haber sido la suya. Era evidente que esto pasaría, pero… ¿Tan pronto? Irene no lo entiende. Sabía por lo que las redes y sus voces amigas le habían contado que Álvaro estaba conociendo o saliendo con esa chica. Pero… ¿casarse? No lo entiende. Y sabe que debería darle igual, y que es lo mejor, y que no se arrepiente, pero no: que su ex vaya a casarse aún no la deja indiferente. Aún con el teléfono en la mano, vuelve al comedor y se desploma sobre el sofá, olvidando por completo la taza de caldo, enfriándose en el microondas. Sin poder evitarlo, la sorpresa y el desconcierto dan paso a un profundo pesar. Y al cabo de los segundos, rompe a llorar, acompañada únicamente por los festivos ruidos de fondo del televisor.

Él

Álvaro observa a Ana, que está por completo absorta en la pantalla de su teléfono móvil. Delante suyo, un bistec carísimo, enfriándose sobre un delicado plato de porcelana. Álvaro cae en la cuenta de que llevan prácticamente toda la comida sin hablar. No es que realmente sienta ganas de conversar, se dice a sí mismo. Es que, en realidad, no le sale. Es importante saber compartir el silencio, piensa, tratando de convencerse de algo. Se te va a enfriar la carne, cariño, le indica, casi en un susurro. Voy, le dice ella, dejando el teléfono boca abajo sobre la mesa. Álvaro se pregunta cuanto de inconsciente tiene ese gesto recurrente, si también dejará el móvil con la pantalla boca abajo cuando está sola. No lo sabe, no la conoce tanto. Tampoco es importante, piensa. Sonriente y en silencio, Ana corta un pequeño pedazo del bistec, y se lo acerca a los labios. Su rostro expresa satisfacción. Álvaro observa su mano, fina y delicada, adornada por el anillo que él mismo le regaló hace unas semanas y siente de repente todo el peso de la realidad sobre sí: qué rápido ha ido todo. Cuestión de medio año, en realidad. La ruptura con Irene fue brusca, un corte limpio; ella le dejó claro que no podría ser de otra manera. Contacto cero. Ni una llamada, ni siquiera un mensaje. Tuvo suerte de que no lo eliminase de sus redes, realmente le sorprendió mucho que no lo hiciera. En algún momento, pensó en hacerlo él. Pero no fue capaz. Si ni siquiera hablamos, reconoce. Y es cierto. Hace unos días, en un momento de debilidad absoluta, pensó en escribirle. Álvaro, al recordar ese momento, siente una profunda vergüenza; en la intimidad que le confirió aquel lavabo mal iluminado, sucio y nauseabundo de aquella discoteca cutre, alejado de la vista de sus amigos, estuvo a punto de hacerlo. Pero, por suerte, resistió. Salió del lavabo y se encontró de frente con la penosa y esperpéntica imagen que le devolvió el roñoso espejo del baño de hombres: él, con restos de vómito sobre la arrugada camisa, apestando a tabaco y sudor, a punto de escribirle a su ex, mientras sus amigos borrachos le esperaban para continuar con la fiesta que él mismo ideó para celebrar que al fin se iba a casar. Menuda estampa: un payaso triste, la estrella principal de su propio show, a punto de dar un paso que lo arrojaría al vacío que a cada segundo parecía ganar mayor profundidad en el centro de su pecho. Menos mal que no lo hice, piensa aliviado. Escribirle hubiese sido un tremendo error. Irene, al fin y al cabo -y muy para su pesar-, no estaba preparada para dar el paso, y así se lo hizo saber en su momento. Ese fue de hecho el principal motivo por el que sus caminos debieron separarse: lo que él sentía como un deseo sincero y natural, a ella le generaba vértigo, dudas, inseguridad y, -a la larga, porque no se dio por vencido- hastío. En un intento de alejarse de esos pensamientos, y acabando de masticar el último pedazo de su sangriento solomillo, coge su teléfono y revisa sus redes. Y ahí está de nuevo: la lista de visualizaciones de su red social favorita le indica que Irene ya ha visto la imagen que ha compartido hace unos minutos. Tratando de evitar que su cara genere expresión alguna, se fija en su nombre, como si las cinco letras acompañadas de su rostro en miniatura pudieran revelarle alguna verdad sobre su vida. Y, en realidad, como viene siendo ya habitual, lo que debe saber ahí está, a su vista, innegable e indudablemente; completa, fría e hiriente indiferencia. La vida sigue. La de Irene, y también la suya, con Ana. Amor, le dice Ana, devolviéndolo a la realidad. El postre, le indica. Un tiramisú con una pinta deliciosa, acompañado con un poco de nata. ¿Has visto qué pinta? ¿Me tomas una foto?, le pregunta sonriente, con entusiasmo pueril, de repente. 

Andrea C. 

The Sad Christmas Series II




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