Esse est percipi
La
camarera deposita la taza de café con leche sobre la fría superficie de la mesa
de mármol. Sofía, sin dedicarle una mirada siquiera, le da las gracias y coloca
sus manos alrededor de la taza, buscando su calor. Cortesía de la casa, le dice la camarera, sorprendiéndola con una magdalena
de esas que vienen en una bolsita de plástico. Ahora sí, mirándola y
agradeciendo el detalle, le da nuevamente las gracias. Puedo permitirme el capricho, se dice no muy convencida, mientras
retira el plástico del envoltorio que la separa de la grasienta magdalena. Le
da un pequeño mordisco, mientras repara en la fecha de caducidad que se indica
discretamente en el plástico: le quedan cuarenta y ocho horas. Ahora entiendo el gesto, se dice,
mientras saborea el pedacito de magdalena. Hacía mucho tiempo desde la última
vez que su paladar se topó con algo tan dulce. Demasiado azúcar, se dice disgustada, mientras deja el resto de magdalena
sobre el plato en el que reposa la taza de café. Se dispone a darle el primer
sorbo cuando repara en el corazón que han dibujado graciosamente sobre la
espuma. Oh. Voy a tomarle una foto y a
compartirla en mis redes, decide. Sofía saca el móvil y dedica unos
segundos a recolocar la magdalena mordisqueada al lado de la taza, tratando de
conseguir no sabe muy bien qué efecto estético, y toma una foto de la
composición improvisada. No, así no.
Mierda. Estas migajas quedan mal. Bueno, así es más real..., se dice, casi
al mismo tiempo que la sorprende una oleada de vergüenza que la lleva a mirar a
lado a lado, como si temiese que alguien la hubiese descubierto haciendo algo
indecoroso. Nadie parece haberse dado
cuenta, menos mal…, se dice, aliviada. Madre
mía, se reprende a sí misma. ¿En qué momento algo tan ordinario como un
café se volvió algo digno de ser, no solo fotografiado, sino también compartido
con el mundo? Sofía piensa, avergonzada, en su carrera, el máster y su
ostentoso doctorado en filosofía. Uno esperaría, se dice a sí misma, siendo la
suya una formación tan profusa y socialmente reconocida, que con los años su
espíritu crítico se hubiese vuelto más afilado e incisivo ante los nuevos
automatismos inconscientes de la vida moderna. Y ahí estaba, sola, a sus
treinta años, en una cafetería cualquiera, fotografiando su triste -y cada vez
más frío- café con leche, tal vez, en un intento fútil de romantizar su vida
ante sí misma y el mundo. Qué triste. ¿En qué momento se volvió una víctima más
de este proceder inconsciente y cuestionable que parecía dominar a todo el
colectivo? Otra oveja en el rebaño, caminando sin rumbo hacia ninguna parte,
guiada por la presión del resto, tal vez, en un intento de evitar quedarse
sola. Yo, que siempre me reconocí
orgullosamente como una oveja negra… ¡Mírame ahora!, se lamenta. Negra o
blanca, en realidad, da lo mismo; está ciega, como todos los que forman parte
de esa masa manipulable e irreflexiva; ya nadie ve los colores de nadie, y
nadie muestra sus verdaderos colores. Todos iguales. ¡No! Todos diferentes; eso
es precisamente lo que todos tenemos en común y lo que, de algún modo, nos vuelve
iguales. Por dios… Parte de la existencia en la vida moderna, se dice, pasa por
construir esa realidad virtual; una realidad ficticia, construida con pedazos de
verdad adulterada, minuciosamente escrudiñada y revisada. Uno podría argumentar
que se trata, en realidad, de una cuestión de naturaleza ontológica: no existir
en las redes sociales implica -sobre todo para las almas solitarias como la
suya- dejar de existir en un plano que, por mucho que uno se resista aceptar,
parece a cada minuto estar ganando un mayor terreno en nuestra vida diaria. Ese
latinajo de Berkeley, aquel filósofo irlandés, reverbera y se hace escuchar
nítidamente entre las múltiples voces que generan el discurso de su aletargada
mente: esse est percipi. Ser es ser
percibido. A lo que luego le sigue aquel antiguo dilema filosófico, tantas
veces comentado en las aulas: ¿si un árbol cae en un bosque y nadie lo escucha,
genera este algún sonido? Igual hay sonidos que no merecen la pena ser
percibidos, piensa. Tal vez ponemos demasiado empeño en amplificar y hacer eco
de experiencias cotidianas que, al final, participan de una naturaleza discreta,
irrelevante y silenciosa.
Da
un sorbo a la taza de café. Frío, se
lamenta. Y un poco agrio, también. Imposible de beber.
Fastidiada,
se lleva otro pedazo de magdalena a la boca. Sofía se pregunta, aludiendo
nuevamente a su supuesto espíritu crítico, si precisamente por haberse afilado
demasiado, este ha acabado por romperse. Observa como su filo, endeble y
oxidado, se clava inclementemente sobre sus propios pensamientos. Pero se deja
sangrar. Soy el puñal y la herida, se
dice, mientras da otro mordisco desdeñoso a la magdalena. Con toda la dignidad
que evocar a Baudelaire le confiere, observa el destrozo interior que su hoja
genera, y se admira ante el color negro de la sangre, que se vierte sobre ella,
recuperando así parte de su color original; una oveja negra, diferente a las demás.
Sofía
coge el móvil, accede a la galería y observa su pequeña obra de arte, mientras
acaba con el último pedazo de la mutilada magdalena. No está tan mal, se concede. Sin darle mucha vuelta más, comparte
su obra de arte personal con los quinientos cuarenta y siete seguidores de su
red social favorita, añadiendo –como no podría ser de otra manera- un breve
pero pedantísimo comentario que pretende ser un guiño a Marcel Proust.
Y
es que, por mucho que haya estudiado -y por muy crítica que sea-, son pocas las
personas que logran escapar a sus contradicciones. Esse est percipi. Ser es ser percibido. Posteo, luego existo.
Vaya,
Miguel ha tardado menos de dos minutos en expresarle que le agrada su
contenido, reconociendo así su valía, de hecho, validándola. Sofía ríe para sí.
Soy una oveja negra
desteñida, piensa.
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