El presente relato tuvo la suerte de ser premiado hace un par de meses en el concurso que celebró el ayuntamiento de Palau-Solità i Plegamans con motivo de la Diada de Sant Jordi. Hoy lo comparto con la misma ilusión con la que lo escribí. Es de lectura fresquita y veraniega.
Cita en la cervecería
Clara,
20.48h
Abro
el armario y rebusco hasta que encuentro el vestido de lino blanco que compré
en las rebajas de hace un par de años. Con una chaquetilla fina de punto no
pasaré frío, ya estamos en junio y empieza a hacer calor. He quedado con un tal
Max a las nueve en una cervecería cercana a Plaza Cataluña. Veremos qué sale de
esto. Me dirijo al metro. Aún no he llegado y ya me estoy arrepintiendo. Por
qué le haría caso a Laura? Las apps para ligar no son lo mío… Bueno, ligar,
directamente, no es lo mío. Por otro lado, ya hace casi un año de lo de Pau.
Tengo ganas de conocer a alguien. Será hoy la noche? Lo dudo, pero no pierdo
nada. Ya estoy en el metro. Vuelvo a mirar su perfil: Max, 26 años, enamorado del deporte y de la vida. Mens sana in corpore
sano. Lo más sorprendente de todo es que hayamos quedado: la última vez que
hice deporte fue durante una clase de educación física, fumo mucho más de lo
que debería y los noodles del Wok to Work que hay en la esquina de mi
bloque son la base de mi dieta. En fin. Al menos, si el tal Max resulta ser tan
atractivo como en su foto de perfil y nos gustamos, tal vez encuentro la
motivación suficiente como para cambiar de vida.
Max,
21.10h
La
chica de la app llega tarde. Mala señal. Bueno, intentaré ser paciente. Son y
10. Parece que es ella… Sí, debe ser ella. Sonrío. Sonríe. Nos saludamos con un
discreto beso en la mejilla. Entramos a la cervecería. Lleva puesto un vestido
blanco algo raído y un bolso de piel estilo boho,
de esos que desprenden, imperecederamente, un incómodo olor a piel de
camello. Entramos en el bar, ella va un par de pasos delante de mí y reparo en el
tatuaje en forma de luna que adorna uno de sus hombros. Está algo agitada y
nerviosa. Parece nueva en este mundo. Nos sentamos en la mesa que escojo
siempre y empiezo a romper el hielo con las preguntas de siempre: que si te
gusta esta mesa o quieres otra, que si has venido antes aquí, que si realmente
sólo quieres una copa como indicaste en tu perfil o estás abierta a algo más,
etc. Se acerca Jordi, nos dedica una resplandeciente y ensayada sonrisa y nos
toma el pedido. Clara, a pesar de los nervios, parece que viene con hambre: una
hamburguesa completa con cebolla caramelizada y bacon. No me parece una buena
elección, aunque explica perfectamente que le sobren unos 5 o 6 kilos. Le
explico que trabajo como vendedor de bicicletas en el negocio familiar. Asiente
y sonríe. A penas habla. Está algo incómoda. Dice que va al baño. Claro, por
supuesto, aquí te espero! Me fijo en Jordi, que está secando con ahínco el
interior de unas jarras de cerveza. Las mangas del polo que viste cada noche
para trabajar se ajustan cómodamente sobre los músculos de sus fuertes brazos.
Si me fijo, puedo ver como asoma una parte de un tatuaje en la parte interna
del brazo derecho. Su mirada y la mía se cruzan, así que aparto mis ojos del
azul intenso de los suyos con el tiempo suficiente para fijarme de nuevo en
Clara, que vuelve del baño. El resto de la velada transcurre con tranquilidad.
Realmente no tenemos nada que ver el uno con el otro, pero debo reconocer que,
una vez relajada, se ha mostrado amable y divertida. Es escritora. En algún
momento de la noche me explica algo sobre lo que está escribiendo, pero mi
mente no logra sacar a Jordi de mis pensamientos y a duras penas puedo fingir
que le presto atención. Pedimos la cuenta. Jordi nos la trae. Pagamos a medias,
salimos, nos despedimos, prometemos volver a vernos y nos separamos, sabiendo
que no volveremos a quedar jamás.
El camarero, 00.45h
Al
fin llega la hora de cerrar. Ha sido una jornada relativamente tranquila –entre
semana vamos mucho más desahogados que en el fin de semana-, pero salgo del
local algo inquieto y expectante. Me enciendo un cigarro y camino
tranquilamente por las calles casi desiertas, agradeciendo el frescor y la
humedad de la noche de Barcelona. Nuestro Don Juan ha venido esta noche de
nuevo. No falla. Noche tras noche, desde hace por lo menos tres meses, entra,
se sienta en la mesa del fondo y empieza su teatro. La damisela a la que ha
hecho perder el tiempo hoy no debería tener más de 27 años… y llevaba puesto un
vestido blanco que le sentaba de miedo. Sonrío al recordar el cabello castaño
recogido en un moño desenfadado… Juraría que iba sin pintar siquiera. Tenía un
aire hippie y despreocupado que me encanta. Al tomarles nota, me he asegurado
de que el cocinero le pusiera extra de bacon… Sin duda ha sido lo mejor que se
ha llevado de esta noche. En un momento dado he pillado al molesto Don Juan mirándome
y acto seguido, un tanto azorado, ha apartado la mirada. Su teatro debía
continuar. Entre mis idas y venidas a la barra a por copas y nachos y pintas
intentaba pescar algo de la conversación que estaban teniendo aquellos dos.
Puedo deducir que a la chica le gustaba escribir, o leer, ya que le estaba
explicando, muy ilusionada, algo sobre una colección de relatos o algo por el
estilo. En uno de mis incesantes viajes me pareció escuchar que ha estudiado
filosofía... Unos minutos después, el Don Juan garabateó una nota en el aire.
Querían la cuenta. Se iban a ir. Me quedé con las ganas de conocerla más. Y
entonces, no lo dudé. Cogí una tarjetita publicitaria del bar y garabateé mi
número de teléfono. Les acerqué la cuenta y la tarjeta –con el número escondido
en la parte inferior-, rezando porque la chica se la llevase. Se levantaron, se
acercaron a la puerta y se fueron. Con ansiedad y arrebato me acerqué a la mesa
a recoger el dinero y tuve que contener mi euforia al comprobar que la tarjeta…
Mi móvil acaba de vibrar. Un mensaje al Whatsapp.
Un número desconocido. Alguien con un tatuaje en forma de luna como foto de
perfil acaba de saludarme.
Gamusina
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