Este relato, titulado 'Las feligresas', ha sido seleccionado ganador del mes de mayo en el concurso literario mensual que organiza el Projecte LOC. He recibido la noticia bien temprano en la mañana, por correo electrónico, mientras me tomaba el primer café del día. ¡Buena manera de empezar la semana!
Las feligresas
Las antiguas puertas de
Modas Mercedes se cierran tras las espaldas de la señora Emilia. Sobre su brazo
izquierdo cuelga una bolsa de tela de rejilla cargada de naranjas, las asas clavándose
implacablemente sobre su piel. Cargada como se encuentra, uno esperaría que su
figura, arrastrada por el peso de las naranjas, tendiera hacia el lado
izquierdo, pero sucede precisamente lo contrario: esforzándose por mantener el
equilibrio, su cuerpo se inclina hacia el lado derecho, tratando de cubrir con
su sudorosa mano una enorme rasgadura que se ha abierto a lo largo de la falda
y que amenaza descubrir la piel de sus piernas varicosas. Sofocada por el
calor, y apurada por su desventura, se toma unos segundos para respirar. Al
cabo de unos instantes, comprueba aliviada que, además de ella misma, solo hay
una clienta en la tienda que está apoyada, dándole la espalda, sobre el
envejecido y gastado mostrador. Al otro lado, ajena por completo a la presencia
de la señora Emilia y enfrascada en lo que parece ser una apasionante
conversación, se encuentra Mercedes, dueña del establecimiento. Emilia, posando
su mirada en las innumerables cajas de medias, calcetines varios y coloridas
bobinas de tela que reposan sobre las vetustas estanterías, comprueba que la
pequeña mercería parece estar congelada en el tiempo: apostaría a que nada ha
cambiado desde la última vez que estuvo allí –y de eso hace ya más de diez
años-, cuando se casó Manuela, la menor de sus tres hijas, para comprar una bobina
de hilo blanco que uso para resarcir un pequeño enganchón en el inmaculado
vestido de su hija. Mercedes, que supo leer la urgencia en los ojos de Emilia,
no dudó en triplicar el precio de la bobina de hilo; si algo le había enseñado
la experiencia, era a reconocer el nerviosismo en la mirada de las madres de
las mujeres casaderas. Emilia, disgustada por el oportunismo de Mercedes, se
prometió a sí misma que no volvería a poner un pie en esa tienda, y, de hecho,
si su falda no se hubiera malogrado en medio de la calle y a escasos metros de
la dichosa mercería, así hubiera sido. Encontrándose más desahogada, se acerca
al único maniquí de la tienda, ataviado con un vestido azul oscuro con
diminutos topos blancos. Emilia, mientras examina la tela del vestido, que no
parece de muy buena calidad, alcanza a escuchar parte de la conversación que mantiene
a Mercedes y a la convecina por completo absortas: … y cuando lee los salmos… ¡qué delicia!, dice Mercedes, con
incontenible emoción. Ni en la catequesis
escuché las palabras de un cura con tanta atención… ¿No te pasa? Este Padre
Lucio… Tan joven… ¿Qué edad debe tener? Apuesto a que no más de cuarenta… Ay,
quién los pillara, suspira Mercedes, sintiendo el peso de sus sesenta años
aplastándola como una losa. Emilia, sorprendida por el contenido de la
conversación, falla en contener un pequeño respingo, que provoca la caída de
una de las naranjas sobre el suelo ennegrecido. El pequeño estrépito que genera
la pieza de fruta al rebotar contra la madera del suelo saca a Mercedes y a
Paca, la clienta, de la ensoñación. Con notable incomodidad, Mercedes clava su
mirada sobre el rostro sorprendido de Emilia, que trata de recoger la naranja
del suelo sin que la integridad de su falda quede por completo perjudicada. ¿Puedo ayudarle en algo?, pregunta
Mercedes, adoptando de repente un exagerado posado de profesionalidad. Emilia,
sintiéndose de nuevo azorada, responde con una pregunta, interesándose por el
precio del vestido azul. Los ojos de Mercedes, examinando con interés el pésimo
estado de la falda de Emilia, parecen sonreír. Pues está de oferta, 49.95…, contesta Mercedes, improvisando una
cifra. Y es monísimo, muy a la moda,
dice, con afectado entusiasmo. Talla
única, estira bastante, añade, mirando las redondeces de la accidentada
clienta. Emilia, movida por la urgencia, la incomodidad y el deseo de abandonar
ese lugar cuanto antes, acepta. Después de ponerse el vestido en el interior de
un diminuto probador con olor a madera enmohecida, saca el billete con el que
había de hacer la compra de la semana y paga el vestido. Mercedes y su atenta
interlocutora vuelven a la conversación tan rápido como Emilia y sus naranjas abandonan
la mercería.
Domingo.
Emilia entra en la pequeña iglesia y toma asiento, como de costumbre, en uno de
los bancos más alejados del altar. Mientras los últimos feligreses van
llegando, Emilia se abanica enérgicamente, rebotando los ribetes de su abanico
azul –a juego con su vestido nuevo- sobre su acalorado pecho. Al rítmico
rebotar de los abanicos de Emilia y el resto de mujeres que esperan el inicio
del oficio, se le añade un nuevo sonido que proviene de la puerta del templo
cristiano, y que corresponde, como pueden comprobar al girarse para identificar
su origen, al vanidoso taconear de la señora Mercedes. La dueña de la mercería
avanza impúdicamente por el pasillo que se abre a lado y lado de los bancos de
madera de la iglesia, incurriendo en soberbia a cada uno de sus pasos. Emilia
observa como su convecina, más emperifollada que nunca, se dirige con ademán
altivo al banco de la primera fila, el que desde hace semanas viene siendo su
asiento habitual. Emilia, boquiabierta, no puede despegar sus ojos de las
alegres galas con las que se ha presentado Mercedes a la casa del Señor: un ajustado
vestido rojo vino, sobre la rodilla que, de no haber sido un par de tallas más
pequeño de lo que la corpulencia y la edad de Mercedes requerirían, tal vez
hubiera resultado una buena elección para una noche de verbena. Emilia y el
resto de congregantes, incluso unos minutos después del inicio de la misa, no
logran desviar la mirada del extravagante aspecto de Mercedes, que, a su vez,
solo tiene ojos para el Padre Lucio. Mercedes, adoptando su versión más devota,
asiente efusivamente, en un intento de remarcar cada una de las palabras que se
escapan de la boca del cura. Emilia, encontrando un mayor interés en el
impostado gesticular de Mercedes que en el rezo de la oración que abre la
liturgia eucarística, es capaz de percibir el irreprimible deseo de Mercedes al
escuchar las palabras comer su carne,
beber su sangre..., derramándose de la boca del cura. El Padre Lucio,
finalizada la plegaria eucarística, y en habiendo invocado a la Virgen, al
obispo del lugar, al Papa y a santos varios, se dispone a repartir el cuerpo de
Cristo, fraccionado en diminutos pedazos de pan, entre los feligreses. Emilia
logra contener la risa cuando el cura, con toda la dignidad que su posición le
confiere, se alza frente a Mercedes, que espera fervorosa recibir su trozo de pan,
y ella abre su boca, derribando en un solo gesto la piadosa impostura
construida durante toda la misa. Mercedes cierra los ojos sensualmente, saboreando
su momento favorito de la semana, y cayendo nuevamente –piensa Emilia- en el
pecado. Cuando la hostia sagrada se ha deshecho plenamente en su boca, Emilia
alcanza a ver como su vecina, sonriente y satisfecha, desentierra un billete de
cincuenta euros de su perfumado y generoso escote y lo deja sobre el cepillo,
que se irá moviendo, mano a mano, hasta los últimos bancos de la iglesia.
Emilia, estupefacta, no logra retirar los ojos de su desvergonzada vecina hasta
que el cepillo llega a sus manos. La generosa ofrenda de Mercedes reposa sobre
un mar de monedas, provenientes de los bolsillos de sus no tan espléndidos
vecinos. La idea cruza su mente rápida, como un rayo. Mira su vestido azul a
topos, primero, y luego el billete… Por último, con discreción, mira a su
alrededor. Solo Dios sabe cómo esos cincuenta euros desaparecieron del cepillo
y acabaron, bien escondidos, en el monedero de la señora Emilia, de donde –o
así lo sintió ella- habían salido hacía un par de días.
Gamusina
Fuente de la imagen: https://forosdelavirgen.org/poder-sanador-hostia-consagrada/