jueves, 14 de noviembre de 2019

El Regalo



El Regalo





La secretaria
He llegado, como ya empieza a ser costumbre, veinte minutos antes. Ordenador encendido. Agenda preparada. Mesa de despacho perfectamente ordenada. Mi aspecto, según puedo observar en mi pequeño espejo de bolsillo, es tan o más impoluto que el de la oficina. Supongo que los efectos de la crema anti-edad que compré hace unas semanas empiezan a ser evidentes. Eso o tal vez es otra cosa… Dicen que el amor embellece a las personas. Oh. Las nueve en punto. Ahí viene. ¿Me hará entrar a su despacho hoy?

Él
Seis y media de la tarde, hora de plegar. Me acerco al coche. Maleta en el maletero. Llave en el contacto. Sin música ni otra compañía más que la de mis propios pensamientos… Anna debe estar ya lista. Hoy es nuestro aniversario. Veintitrés años de casados… Sería maravilloso decir que el tiempo pasa volando, que volvería a escoger igual una y otra vez, que hemos podido hacer frente a todo juntos… Pero eso sería mentir. La conocí en la facultad. Anna era –y sigue siendo- una mujer hermosa, inteligente y tranquila… una persona discreta y seria cara al público, pero cálida y cariñosa en la intimidad. Se mostraba siempre serena, imperturbable… Eso es lo que más me gustaba de ella, esa facilidad para mantener la calma, para jamás perder los papeles o dejarse arrastrar por emoción negativa alguna. Estas cualidades han hecho de Anna una grandísima abogada. Ninguna mala palabra o salida de tono. Pocas han sido las veces que la he visto quejarse… Claro que, debo decir, tampoco le he dado motivos para hacerlo. O tal vez sí… Pero los he sabido esconder. O ella los ha sabido omitir. Jamás lo sabré. Raquel, la nueva secretaria, ha sido mi último error. Llegó al bufete hace apenas un par de meses. Recién divorciada, sin más cargas en su vida que pagar un reducido alquiler ni otra preocupación más que llegar a tiempo al gimnasio o pintarse esas uñas kilométricas con las que azota el teclado. Son mujeres muy distintas, aunque… ¿para qué comparar? El lugar de una jamás podría ocuparlo la otra. Raquel es la materialización física de lo que ya jamás seré, de un horizonte vital por completo inalcanzable: una persona joven –apenas treinta años-, con una vida sencilla y agradable, que aún tiene ganas de salir a bailar los fines de semana, con tiempo para hacer, deshacer y equivocarse. Raquel es… la sonrisa que me genera el verla cada mañana con alguno de sus ridículos modelitos, el fuego que siento cuando masca chicle mientras se agacha para cargar la fotocopiadora o la falsa pero correctísima amabilidad con la que recibe, sonríe y despide a los clientes que pasan por el bufete. Raquel es cerrar la puerta de la oficina con pestillo, correr las cortinas y dejar por un momento de pensar en nada más que en sus piernas y la inmensidad que se esconde entre ellas. Follármela fuerte sobre la mesa tapando su boca para que nadie más que yo la escuche. Ver como se vuelve a colocar la falda en su sitio. Como disimula volviendo a su escritorio. Como sonríe mientras saca el móvil para comentárselo a alguna amiga cotilla que desearía verla casada con su rico e importante jefe. El desdén con el que habla sin mirar siquiera a Sergio, el otro secretario, el tartamudo, siempre con esa cutrísima corbata de topos verdes por planchar. El descaro salvaje que muestra en las fotos que me envía. Todo eso es Raquel. Y Anna… Anna es mi esposa y la madre de mis dos hijas. La persona que estuvo a mi lado cuando mi padre falleció, quién me besó antes de entrar al quirófano para que me extirpasen aquel quiste... Sábanas de franela en invierno. Café con tostadas por las mañanas. Cariño infinito en un abrazo. La joven preciosa que un día fue… La mujer excelente que hoy es. Sus ganas inagotables de aprender... ¿Quién empieza a hacer Pilates a los cincuenta? Ella. Los libros que lee. Los libros que quisiera leer. La fuerza de voluntad con la que dejó de fumar. La humildad y comprensión que mostró cuando yo fui incapaz de dejarlo. Sus detalles en navidad, cumpleaños, aniversarios... Las vacaciones en Asia y el Caribe. Las comidas y cenas en restaurantes caros. Como el de hoy. Supongo que, a pesar de todo, después de veintitrés años, aunque el tiempo no siempre pase volando y no haya sabido estar a la altura… volvería, en esta y cien vidas más, a escoger igual.

Ella
Llegamos al restaurante a las ocho en punto. Se supone que es, según lo ha llamado Jorge, un sitio especial. Especial en su terminología equivale a lo siguiente: restaurante con estrella Michelin, menú degustación con maridaje de vinos, cubertería interminable y reluciente, camareros que me llaman Madame y una cuenta que se cierra con un número de tres cifras. Vamos, que el sitio especial resulta ser lo de siempre. Cenar algo rápido en casa o pedir unas pizzas y hacer el amor después hubiese resultado mucho más extraordinario. Pero supongo que la opción que él ha escogido es más sencilla… Pero hoy en realidad el sitio es lo de menos. Todo esto ya no importa. O sí. Lo que está claro es que hace unas semanas, cuando todo era confuso e incomprensible, importaba más. ¿Por qué llegaba una hora y media más tarde de  lo habitual? ¿Y esa reciente obsesión por el móvil? Desde jóvenes decidimos que no dejaríamos que la faena penetrase los límites de nuestra vida privada. ¿Por qué tanto móvil? ¿Y el sexo? Hacía más de un mes que no me tocaba. ¿Estará cansado? ¿Estresado? ¿La crisis de los cincuenta? ¿Tan vieja estoy? He cogido algo de peso, tal vez debería cuidarme más... No podía comprender y evidentemente sospeché. Y cuando quise darme cuenta, yo que siempre critiqué el modelo de mujer desconfiada y paranoica, me encontré oliendo el cuello de sus camisas, rebuscando en el interior de los bolsillos de su americana, buscando algún indicio que confirmase mis sospechas, algo que evidenciase que no estaba transformándome en la mujer que siempre odié. Dicen que quien busca encuentra, que la curiosidad mató al gato… Y yo no fui diferente. Pero la realidad es que, ante la insultante ausencia de indicios, dejé de buscar… y fue en ese momento, cuando había decidido que tal vez podía hacer algo por mejorar la situación, que la verdad llegó a mí. Con la intención de reanimar la llama y salvar mi matrimonio me apunté al gimnasio. Clases de Pilates. Me iría bien para desconectar, pensé… La verdad vino de la mano, o mejor dicho, de la boca de un compañero de Pilates. Él mismo se presentó, con notables problemas para la dicción, el primer día de clase. Sergio se llama. Me dijo que trabajaba en el bufete de mi marido. Até cabos: ¡él era el famoso tartamudo del que tanto se reía Jorge en casa! Pude ver, entre la toalla y sus enseres de ducha, la famosa corbata a topos verdes. Yo, prudente, mentí y omití por completo mi identidad. Me mostré amable con él, y él, me explicaba cosas… Y en la cuarta o quinta clase ya habíamos cogido la suficiente confianza como para que compartiese conmigo los detalles más escabrosos de su día en la oficina. Me explicó sobre una tal Raquel, la nueva secretaria. Más joven que yo. Me explicó sobre sus frecuentes entradas al despacho de Jorge. Sobre el color que tomaban sus mejillas al abandonarla. Escucharlo fue duro y tuve que sacrificar mi máscara. Compensé la confianza y amistad de Sergio con mi completa sinceridad. Con mis lágrimas. Y con una oferta de trabajo como secretario personal con un sueldo mucho más competitivo en mi propio bufete. ¿Qué le pedí a cambio? Solo su corbata. La misma que ahora mismo reposa, perfectamente doblada, dentro de una caja de piel, que está a su vez envuelta en un vistoso papel de regalo. Un regalo digno de un aniversario. Me muero de ganas de ver la cara de mi futuro exmarido al desenvolver el paquete y todo lo que ello conlleva.

Gamusina



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