El Regalo
La secretaria
He llegado, como
ya empieza a ser costumbre, veinte minutos antes. Ordenador encendido. Agenda
preparada. Mesa de despacho perfectamente ordenada. Mi aspecto, según puedo
observar en mi pequeño espejo de bolsillo, es tan o más impoluto que el de la
oficina. Supongo que los efectos de la crema anti-edad que compré hace unas
semanas empiezan a ser evidentes. Eso o tal vez es otra cosa… Dicen que el amor
embellece a las personas. Oh. Las nueve en punto. Ahí viene. ¿Me hará entrar a
su despacho hoy?
Él
Seis y media de
la tarde, hora de plegar. Me acerco al coche. Maleta en el maletero. Llave en
el contacto. Sin música ni otra compañía más que la de mis propios
pensamientos… Anna debe estar ya lista. Hoy es nuestro aniversario. Veintitrés
años de casados… Sería maravilloso decir que el tiempo pasa volando, que
volvería a escoger igual una y otra vez, que hemos podido hacer frente a todo
juntos… Pero eso sería mentir. La conocí en la facultad. Anna era –y sigue
siendo- una mujer hermosa, inteligente y tranquila… una persona discreta y
seria cara al público, pero cálida y cariñosa en la intimidad. Se mostraba
siempre serena, imperturbable… Eso es lo que más me gustaba de ella, esa
facilidad para mantener la calma, para jamás perder los papeles o dejarse
arrastrar por emoción negativa alguna. Estas cualidades han hecho de Anna una
grandísima abogada. Ninguna mala palabra o salida de tono. Pocas han sido las
veces que la he visto quejarse… Claro que, debo decir, tampoco le he dado
motivos para hacerlo. O tal vez sí… Pero los he sabido esconder. O ella los ha
sabido omitir. Jamás lo sabré. Raquel, la nueva secretaria, ha sido mi último
error. Llegó al bufete hace apenas un par de meses. Recién divorciada, sin más
cargas en su vida que pagar un reducido alquiler ni otra preocupación más que
llegar a tiempo al gimnasio o pintarse esas uñas kilométricas con las que azota
el teclado. Son mujeres muy distintas, aunque… ¿para qué comparar? El lugar de
una jamás podría ocuparlo la otra. Raquel es la materialización física de lo
que ya jamás seré, de un horizonte vital por completo inalcanzable: una persona
joven –apenas treinta años-, con una vida sencilla y agradable, que aún tiene
ganas de salir a bailar los fines de semana, con tiempo para hacer, deshacer y
equivocarse. Raquel es… la sonrisa que me genera el verla cada mañana con
alguno de sus ridículos modelitos, el fuego que siento cuando masca chicle
mientras se agacha para cargar la fotocopiadora o la falsa pero correctísima
amabilidad con la que recibe, sonríe y despide a los clientes que pasan por el
bufete. Raquel es cerrar la puerta de la oficina con pestillo, correr las
cortinas y dejar por un momento de pensar en nada más que en sus piernas y la
inmensidad que se esconde entre ellas. Follármela fuerte sobre la mesa tapando
su boca para que nadie más que yo la escuche. Ver como se vuelve a colocar la
falda en su sitio. Como disimula volviendo a su escritorio. Como sonríe
mientras saca el móvil para comentárselo a alguna amiga cotilla que desearía verla
casada con su rico e importante jefe. El desdén con el que habla sin mirar
siquiera a Sergio, el otro secretario, el tartamudo, siempre con esa cutrísima
corbata de topos verdes por planchar. El descaro salvaje que muestra en las
fotos que me envía. Todo eso es Raquel. Y Anna… Anna es mi esposa y la madre de
mis dos hijas. La persona que estuvo a mi lado cuando mi padre falleció, quién
me besó antes de entrar al quirófano para que me extirpasen aquel quiste...
Sábanas de franela en invierno. Café con tostadas por las mañanas. Cariño
infinito en un abrazo. La joven preciosa que un día fue… La mujer excelente que
hoy es. Sus ganas inagotables de aprender... ¿Quién empieza a hacer Pilates a
los cincuenta? Ella. Los libros que lee. Los libros que quisiera leer. La
fuerza de voluntad con la que dejó de fumar. La humildad y comprensión que
mostró cuando yo fui incapaz de dejarlo. Sus detalles en navidad, cumpleaños,
aniversarios... Las vacaciones en Asia y el Caribe. Las comidas y cenas en
restaurantes caros. Como el de hoy. Supongo que, a pesar de todo, después de
veintitrés años, aunque el tiempo no siempre pase volando y no haya sabido
estar a la altura… volvería, en esta y cien vidas más, a escoger igual.
Ella
Llegamos al
restaurante a las ocho en punto. Se supone que es, según lo ha llamado Jorge,
un sitio especial. Especial en su
terminología equivale a lo siguiente: restaurante con estrella Michelin, menú
degustación con maridaje de vinos, cubertería interminable y reluciente,
camareros que me llaman Madame y una
cuenta que se cierra con un número de tres cifras. Vamos, que el sitio especial resulta ser lo de siempre.
Cenar algo rápido en casa o pedir unas pizzas y hacer el amor después hubiese
resultado mucho más extraordinario. Pero supongo que la opción que él ha
escogido es más sencilla… Pero hoy en realidad el sitio es lo de menos. Todo
esto ya no importa. O sí. Lo que está claro es que hace unas semanas, cuando
todo era confuso e incomprensible, importaba más. ¿Por qué llegaba una hora y
media más tarde de lo habitual? ¿Y esa
reciente obsesión por el móvil? Desde jóvenes decidimos que no dejaríamos que
la faena penetrase los límites de nuestra vida privada. ¿Por qué tanto móvil? ¿Y
el sexo? Hacía más de un mes que no me tocaba. ¿Estará cansado? ¿Estresado? ¿La
crisis de los cincuenta? ¿Tan vieja estoy? He cogido algo de peso, tal vez
debería cuidarme más... No podía comprender y evidentemente sospeché. Y cuando
quise darme cuenta, yo que siempre critiqué el modelo de mujer desconfiada y
paranoica, me encontré oliendo el cuello de sus camisas, rebuscando en el
interior de los bolsillos de su americana, buscando algún indicio que
confirmase mis sospechas, algo que evidenciase que no estaba transformándome en
la mujer que siempre odié. Dicen que quien busca encuentra, que la curiosidad
mató al gato… Y yo no fui diferente. Pero la realidad es que, ante la
insultante ausencia de indicios, dejé de buscar… y fue en ese momento, cuando
había decidido que tal vez podía hacer algo por mejorar la situación, que la
verdad llegó a mí. Con la intención de reanimar la llama y salvar mi matrimonio
me apunté al gimnasio. Clases de Pilates. Me iría bien para desconectar, pensé…
La verdad vino de la mano, o mejor dicho, de la boca de un compañero de
Pilates. Él mismo se presentó, con notables problemas para la dicción, el
primer día de clase. Sergio se llama. Me dijo que trabajaba en el bufete de mi
marido. Até cabos: ¡él era el famoso tartamudo del que tanto se reía Jorge en
casa! Pude ver, entre la toalla y sus enseres de ducha, la famosa corbata a
topos verdes. Yo, prudente, mentí y omití por completo mi identidad. Me mostré
amable con él, y él, me explicaba cosas… Y en la cuarta o quinta clase ya
habíamos cogido la suficiente confianza como para que compartiese conmigo los
detalles más escabrosos de su día en la oficina. Me explicó sobre una tal
Raquel, la nueva secretaria. Más joven que yo. Me explicó sobre sus frecuentes
entradas al despacho de Jorge. Sobre el color que tomaban sus mejillas al
abandonarla. Escucharlo fue duro y tuve que sacrificar mi máscara. Compensé la
confianza y amistad de Sergio con mi completa sinceridad. Con mis lágrimas. Y
con una oferta de trabajo como secretario personal con un sueldo mucho más
competitivo en mi propio bufete. ¿Qué le pedí a cambio? Solo su corbata. La
misma que ahora mismo reposa, perfectamente doblada, dentro de una caja de
piel, que está a su vez envuelta en un vistoso papel de regalo. Un regalo digno
de un aniversario. Me muero de ganas de ver la cara de mi futuro exmarido al
desenvolver el paquete y todo lo que ello conlleva.
Gamusina
Brutal.
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