domingo, 29 de diciembre de 2024

Año Nuevo (2024)

Año Nuevo

La voz de la joven y deslumbrante presentadora anuncia que las campanadas que marcarán el inicio del Año Nuevo están a punto de empezar. A pesar de que el frío de la calle ha logrado traspasar las paredes del diminuto y viejo inmueble, María está muy acalorada. Sin poder evitarlo, y presa de unas emociones que por el momento no logra distinguir, se revuelve sobre el desgastado sillón. Blanca, que ha vuelto de Berlín para pasar la Navidad con ellos, al percibir el nerviosismo de su madre, la mira y le pregunta que si se encuentra bien. ¡Silencio, coño! Que esto está a punto de empezar, escupe Paco, su padre, con la mirada amarillenta fija en el televisor y la boca entreabierta, preparándose para engullir la primera uva, pelada y deshuesada previamente por María. Blanca, aunque lo conoce bien, tal vez por haber pasado todo el año fuera, no logra acostumbrarse a las reacciones de su padre. En realidad –María bien lo sabe-, Blanca está contando los segundos para volverse a Alemania. Al fin y al cabo, le guste o no, es su padre.  María, acostumbrada como está a las formas de su marido, la mira y asiente, indicándole que sí, que todo está bien. Blanca fija su mirada en ella. María siente como los ojos de su hija, con cautela y preocupación, vuelven a repasar fugazmente el desconcertante maquillaje que ha escogido hoy para ocultar su rostro, cuyo aspecto dramático y grotesco recuerda al de un actor teatral del Barroco. Nada, hija, que me hago mayor. Y como es Fin de Año… He querido maquillarme un poco más…, le ha dicho antes, entre risas forzadas, justificando así el esperpéntico resultado. ¿Y qué iba a hacer? Desde luego que no es la primera vez. La ropa suele ayudarle en estos casos. Pero cuando su propio rostro se vuelve el blanco que escoge su marido para arremeter contra ella, no le queda más remedio que ocultar los cardenales debajo de una espesa masa de maquillaje. Ha llorado tanto que ya no siente ni pena; se ha acostumbrado, esta es su vida. Pero Dios sabe que no puede más. Y no quiere que su hija confirme sus sospechas; Blanca no es tonta. Los motivos que desencadenan las violentas reacciones de Paco son cada vez más absurdos y desconcertantes. María traga saliva al rememorar el de hoy, mientras una imagen en primer plano del reloj de La Puerta del Sol anuncia la primera campanada en el televisor. Se lleva una uva a la boca, recordando el cabreo desproporcionado que se ha apoderado de su marido esta tarde, cuando al subir del sótano donde suelen guardar las botellas ha comprobado que no había champán para brindar esta noche. Coge la segunda uva y se la acerca a los labios, rememorando todas las cosas horribles que le ha dicho, insultándola y gritando hasta desgañitarse. Con la cuarta uva piensa en su aliento nauseabundo, el hedor de alcohol y tabaco sobre su cara, y en el bofetón que le ha abierto la mejilla. Con la octava, en su propia sangre mezclándose con una única lágrima que no ha podido contener. Con la décima, la expresión de sorpresa que ha adoptado el rostro de Paco cuando, posteriormente a la paliza, abre la nevera para buscar una cerveza y se encuentra de bruces con la dichosa botella de champán... ¡Feliz año nuevo 2025!, anuncia la presentadora. Fuegos artificiales, copas y aplausos. María se ha descontado. En realidad, da igual. Mari, el champán, ordena Paco, sin mirarla, con la mirada clavada en el diminuto atuendo que luce la presentadora. María se levanta, dirección a la cocina, y vuelve con tres copas de champán. Brindan. María se acerca la copa a los labios, sujetándola entre sus dedos temblorosos. Da un trago y observa de reojo como Paco acaba con la suya de un solo trago, emitiendo un repulsivo eructo al terminar. Sin mucho más que añadir, Paco separa su ancho y abultado abdomen de la mesa, para levantarse y dirigirse al sofá, donde deja caer su voluminoso cuerpo sobre los raídos cojines. Está tan borracho y acostumbrado a la bebida que no se ha percatado de nada. María, nerviosísima, buscando un pretexto para escapar de la mirada de su hija y el pedazo de carne ebria que tiene por marido, se dirige a la cocina, cargando con los restos de uva, copas y otros platos. Temblando de pies a cabeza, se dirige al cubo de la basura y ahí está: el bote de matarratas, completamente vacío. Su contenido, en este mismo instante causando estragos en el estómago de Paco, procurará a su marido el descanso eterno y a ella, un tal vez no más feliz, pero desde luego más justo Año Nuevo. 

Andrea C. 

The Sad Christmas Series III





viernes, 27 de diciembre de 2024

Ella y él (2024)

Ella y él

Ella

El noticiario se oye de fondo, una retransmisión navideña, mostrando niños en pijama abriendo regalos, y familias alrededor de grandes mesas repletas de copas y comida. Irene suspira, ligeramente asqueada, pensando en lo tediosos que le están resultando estos días. Lo peor ya ha pasado, se consuela: hoy es 27 de diciembre.  Y, de repente, la invade una oleada de culpabilidad: ¿es que acaso no ha estado bien acompañada estos días? Por supuesto que sí. Su familia la ha colmado de cariño y atención; ellos sabían mejor que nadie que este año iba a necesitar apoyo durante las fiestas. Irene se enternece al pensar en su madre, cada día más mayor, que ha puesto el corazón en cada detalle para que las Navidades sean tan especiales como siempre, o incluso, un poco más si cabe. Detrás de esa momentánea sensación de culpa, Irene descubre una nueva oleada, pero de agradecimiento. Aun así, se dice, debe reconocer que no está siendo nada fácil. Hoy, al fin sola, en su diminuto apartamento, puede permitirse sentirlo todo. Y expresarlo todo, también. Las primeras Navidades sin Álvaro, después de cinco años de relación. Podría llevarlo peor, reconoce. Pero el ambiente festivo que se respira en las reuniones familiares, las preguntas incisivas de sus tías y el sentir que todo gira y avanza a su alrededor mientras ella se queda quieta, unas tantas casillas más atrás en el tablero del juego social, como si la decisión de acabar la relación la hubiese propulsado a la casilla de salida, no la ayuda en absoluto. Son las tres de la tarde, debería prepararse algo de comer, un poco de caldo, aunque sea. Pero no tiene ni pizca de hambre. Normal, piensa. Entre los excesos de estos días y lo abrumada que se siente, no tiene ganas de nada. Pero se obliga. Suspira y se dirige a la cocina, dejando el televisor encendido. Abre la nevera y coge un brick de caldo de pollo, a medio acabar. Lo vierte en una taza, aquella que le regaló Álvaro, con un corazón enorme en medio, y lo mete en el microondas. En algún momento tendría que hacer limpieza y deshacerme de algunas cosas, piensa. En fin de año, por ejemplo, se dice. Mientras la taza da vueltas dentro del microondas, coge el móvil y, casi sin darse cuenta, acaba echando un vistazo rápido a sus redes sociales. Y ahí está de nuevo: Álvaro ha compartido una fotografía. Como suele suceder cada vez que obtiene información sobre su ex, su corazón se para un microsegundo, perdiendo incluso la respiración. Sus ojos, clavados en la pantalla sucia y resquebrajada de su teléfono móvil, repasan la imagen que le ha robado el aliento: una mesa de madera, ataviada con unos delicados mantelillos blancos, y una vajilla lustrosa e indudablemente cara. Sobre la mesa, dos copas, seguramente con champán, para brindar. Y a un lado de las copas, dos manos. La más grande y conocida, debajo de la de ella, más blanca y fina, con vistosas uñas postizas. En medio del dedo anular, un anillo, coronado por una piedra transparente y brillante en el medio del mismo. Un diamante, tal vez. El microondas pita, indicando que el caldo de Irene está listo, casi al mismo tiempo que reacciona y cae en la cuenta de lo que esa imagen revela: Álvaro se va a casar. Irene, petrificada en su pequeña y oscura cocina, se siente abofeteada por la realidad. Esa mano podría haber sido la suya. Era evidente que esto pasaría, pero… ¿Tan pronto? Irene no lo entiende. Sabía por lo que las redes y sus voces amigas le habían contado que Álvaro estaba conociendo o saliendo con esa chica. Pero… ¿casarse? No lo entiende. Y sabe que debería darle igual, y que es lo mejor, y que no se arrepiente, pero no: que su ex vaya a casarse aún no la deja indiferente. Aún con el teléfono en la mano, vuelve al comedor y se desploma sobre el sofá, olvidando por completo la taza de caldo, enfriándose en el microondas. Sin poder evitarlo, la sorpresa y el desconcierto dan paso a un profundo pesar. Y al cabo de los segundos, rompe a llorar, acompañada únicamente por los festivos ruidos de fondo del televisor.

Él

Álvaro observa a Ana, que está por completo absorta en la pantalla de su teléfono móvil. Delante suyo, un bistec carísimo, enfriándose sobre un delicado plato de porcelana. Álvaro cae en la cuenta de que llevan prácticamente toda la comida sin hablar. No es que realmente sienta ganas de conversar, se dice a sí mismo. Es que, en realidad, no le sale. Es importante saber compartir el silencio, piensa, tratando de convencerse de algo. Se te va a enfriar la carne, cariño, le indica, casi en un susurro. Voy, le dice ella, dejando el teléfono boca abajo sobre la mesa. Álvaro se pregunta cuanto de inconsciente tiene ese gesto recurrente, si también dejará el móvil con la pantalla boca abajo cuando está sola. No lo sabe, no la conoce tanto. Tampoco es importante, piensa. Sonriente y en silencio, Ana corta un pequeño pedazo del bistec, y se lo acerca a los labios. Su rostro expresa satisfacción. Álvaro observa su mano, fina y delicada, adornada por el anillo que él mismo le regaló hace unas semanas y siente de repente todo el peso de la realidad sobre sí: qué rápido ha ido todo. Cuestión de medio año, en realidad. La ruptura con Irene fue brusca, un corte limpio; ella le dejó claro que no podría ser de otra manera. Contacto cero. Ni una llamada, ni siquiera un mensaje. Tuvo suerte de que no lo eliminase de sus redes, realmente le sorprendió mucho que no lo hiciera. En algún momento, pensó en hacerlo él. Pero no fue capaz. Si ni siquiera hablamos, reconoce. Y es cierto. Hace unos días, en un momento de debilidad absoluta, pensó en escribirle. Álvaro, al recordar ese momento, siente una profunda vergüenza; en la intimidad que le confirió aquel lavabo mal iluminado, sucio y nauseabundo de aquella discoteca cutre, alejado de la vista de sus amigos, estuvo a punto de hacerlo. Pero, por suerte, resistió. Salió del lavabo y se encontró de frente con la penosa y esperpéntica imagen que le devolvió el roñoso espejo del baño de hombres: él, con restos de vómito sobre la arrugada camisa, apestando a tabaco y sudor, a punto de escribirle a su ex, mientras sus amigos borrachos le esperaban para continuar con la fiesta que él mismo ideó para celebrar que al fin se iba a casar. Menuda estampa: un payaso triste, la estrella principal de su propio show, a punto de dar un paso que lo arrojaría al vacío que a cada segundo parecía ganar mayor profundidad en el centro de su pecho. Menos mal que no lo hice, piensa aliviado. Escribirle hubiese sido un tremendo error. Irene, al fin y al cabo -y muy para su pesar-, no estaba preparada para dar el paso, y así se lo hizo saber en su momento. Ese fue de hecho el principal motivo por el que sus caminos debieron separarse: lo que él sentía como un deseo sincero y natural, a ella le generaba vértigo, dudas, inseguridad y, -a la larga, porque no se dio por vencido- hastío. En un intento de alejarse de esos pensamientos, y acabando de masticar el último pedazo de su sangriento solomillo, coge su teléfono y revisa sus redes. Y ahí está de nuevo: la lista de visualizaciones de su red social favorita le indica que Irene ya ha visto la imagen que ha compartido hace unos minutos. Tratando de evitar que su cara genere expresión alguna, se fija en su nombre, como si las cinco letras acompañadas de su rostro en miniatura pudieran revelarle alguna verdad sobre su vida. Y, en realidad, como viene siendo ya habitual, lo que debe saber ahí está, a su vista, innegable e indudablemente; completa, fría e hiriente indiferencia. La vida sigue. La de Irene, y también la suya, con Ana. Amor, le dice Ana, devolviéndolo a la realidad. El postre, le indica. Un tiramisú con una pinta deliciosa, acompañado con un poco de nata. ¿Has visto qué pinta? ¿Me tomas una foto?, le pregunta sonriente, con entusiasmo pueril, de repente. 

Andrea C. 

The Sad Christmas Series II




domingo, 22 de diciembre de 2024

Noche de Paz (2024)

 Noche de Paz

Noche de paz, noche de amor,

todo duerme en derredor,

entre los astros que esparcen su luz,

bella anunciando al niñito Jesús,

brilla la estrella de paz.

 

    Una risotada desconocida, como si de un jarro de agua fría se tratase, lo saca de su sueño pesado y febril. No sin un gran esfuerzo, entreabre levemente sus ojos, descubriendo ante sí el ya conocido pedazo de avenida; lleva varios días aquí. Las centelleantes luces de Navidad alumbran la oscuridad en la que se despliega la noche invernal, que recubre la ciudad, llena de vida y movimiento. Los sonidos de la calle, así como el incesante devenir que se desenvuelve ante lo que de él queda, se presentan hoy de manera borrosa, lenta y distorsionada. Sin incorporarse siquiera, e ignorando la dureza del asfalto clavándose en sus marcadas costillas, repara brevemente en los cuerpos y caras desconocidas que deambulan ante él, entrando y saliendo de las dos enormes tiendas de ropa que tiene a lado y lado. El frenesí es incesante: gente diferente, de todas las edades y nacionalidades, cargando con bolsas y más bolsas. Coches, motos y cláxones. Conversaciones en todos los idiomas. Risotadas. Gente joven, tomándose selfies. Las canciones de las tiendas, sin letra, marcando el ritmo frenético e inhumano del centro de la ciudad. Alguna vez su aletargado olfato ha logrado percibir el perfume característico que se escapa de entre las puertas correderas de una de las tiendas que tiene al lado, cuyo constante abrir y cerrar libera y engulle a la masa de personas que se mueven a su alrededor, ajenas a su persona, pero percibiendo su presencia, como si la de una papelera o un árbol con el que no desean tropezar se tratase. Hoy no logra distinguir ese perfume, aunque tampoco lo busca, ni tiene siquiera consciencia de haberlo percibido alguna vez. Tampoco logra percibir el hedor que despide su cuerpo, empapado en sudor frío, mezclándose con los restos de orina que no logró retener hace un rato. Olores, sonidos e imágenes parecen estar disolviéndose y apagándose a su alrededor. El ritmo de las canciones, los coches, el rumor de la gente... Todo resulta difuso, ajeno y cada vez más lejano.

    Buscando el refugio que los degastastados y húmedos cartones puedan ofrecerle para esconder su maltrecho y delgado cuerpo, usa las fuerzas que le quedan para tratar de esconder su mirada del público, que parece verlo, aunque –de eso no le cabe la menor duda- nadie desea mirarlo. Cuando accidentalmente, alguna mirada distraída coincide con la suya, tarda poco en descubrir la incomodidad en el rostro del otro. Algunas pocas veces, movidos tal vez por la pena o por la sensación de no poder escapar, alguien se ha acercado y le ha dejado alguna moneda, o incluso algo de comida, manteniendo siempre una infranqueable distancia prudencial. Pero hoy no sucederá; ya da igual. La debilidad de su cuerpo es tal que incluso su consciencia parece estar abandonándolo. No siente hambre, el frío hace mucho que dejó de importar. Reuniendo sus últimas fuerzas, busca la agotada mirada del Cristo que lo observa, eternamente clavado en la cruz, representado en la pared de la modesta capilla que hace esquina, al otro lado de la carretera. Repasa sus pies, sobrepuestos el uno sobre el otro, los clavos. Las costillas expuestas, prominentes. La piel amarillenta, deslucida y cuarteada por el tiempo. La expresión derrotada del rostro de Cristo, su boca entreabierta, la mirada perdida, dirigiéndose al cielo, capturando eternamente el instante en que su espíritu abandona su cuerpo; eso es lo único y lo último que ve.

    Progresivamente, todo se vuelve blanco y lejano, sumergiéndolo en una antesala a una queda oscuridad. A lo lejos, en un último coletazo de consciencia, percibe la melodía de un antiguo villancico, cuya letra ya no logra identificar: Noche de Paz. Hoy es Nochebuena.

Y, para el resto del mundo, mañana será Navidad.

Andrea C.

The Sad Christmas Series I





domingo, 15 de diciembre de 2024

ESSE EST PERCIPI (2024)

 Esse est percipi

La camarera deposita la taza de café con leche sobre la fría superficie de la mesa de mármol. Sofía, sin dedicarle una mirada siquiera, le da las gracias y coloca sus manos alrededor de la taza, buscando su calor. Cortesía de la casa, le dice la camarera, sorprendiéndola con una magdalena de esas que vienen en una bolsita de plástico. Ahora sí, mirándola y agradeciendo el detalle, le da nuevamente las gracias. Puedo permitirme el capricho, se dice no muy convencida, mientras retira el plástico del envoltorio que la separa de la grasienta magdalena. Le da un pequeño mordisco, mientras repara en la fecha de caducidad que se indica discretamente en el plástico: le quedan cuarenta y ocho horas. Ahora entiendo el gesto, se dice, mientras saborea el pedacito de magdalena. Hacía mucho tiempo desde la última vez que su paladar se topó con algo tan dulce. Demasiado azúcar, se dice disgustada, mientras deja el resto de magdalena sobre el plato en el que reposa la taza de café. Se dispone a darle el primer sorbo cuando repara en el corazón que han dibujado graciosamente sobre la espuma. Oh. Voy a tomarle una foto y a compartirla en mis redes, decide. Sofía saca el móvil y dedica unos segundos a recolocar la magdalena mordisqueada al lado de la taza, tratando de conseguir no sabe muy bien qué efecto estético, y toma una foto de la composición improvisada. No, así no. Mierda. Estas migajas quedan mal. Bueno, así es más real..., se dice, casi al mismo tiempo que la sorprende una oleada de vergüenza que la lleva a mirar a lado a lado, como si temiese que alguien la hubiese descubierto haciendo algo indecoroso. Nadie parece haberse dado cuenta, menos mal…, se dice, aliviada. Madre mía, se reprende a sí misma. ¿En qué momento algo tan ordinario como un café se volvió algo digno de ser, no solo fotografiado, sino también compartido con el mundo? Sofía piensa, avergonzada, en su carrera, el máster y su ostentoso doctorado en filosofía. Uno esperaría, se dice a sí misma, siendo la suya una formación tan profusa y socialmente reconocida, que con los años su espíritu crítico se hubiese vuelto más afilado e incisivo ante los nuevos automatismos inconscientes de la vida moderna. Y ahí estaba, sola, a sus treinta años, en una cafetería cualquiera, fotografiando su triste -y cada vez más frío- café con leche, tal vez, en un intento fútil de romantizar su vida ante sí misma y el mundo. Qué triste. ¿En qué momento se volvió una víctima más de este proceder inconsciente y cuestionable que parecía dominar a todo el colectivo? Otra oveja en el rebaño, caminando sin rumbo hacia ninguna parte, guiada por la presión del resto, tal vez, en un intento de evitar quedarse sola. Yo, que siempre me reconocí orgullosamente como una oveja negra… ¡Mírame ahora!, se lamenta. Negra o blanca, en realidad, da lo mismo; está ciega, como todos los que forman parte de esa masa manipulable e irreflexiva; ya nadie ve los colores de nadie, y nadie muestra sus verdaderos colores. Todos iguales. ¡No! Todos diferentes; eso es precisamente lo que todos tenemos en común y lo que, de algún modo, nos vuelve iguales. Por dios… Parte de la existencia en la vida moderna, se dice, pasa por construir esa realidad virtual; una realidad ficticia, construida con pedazos de verdad adulterada, minuciosamente escrudiñada y revisada. Uno podría argumentar que se trata, en realidad, de una cuestión de naturaleza ontológica: no existir en las redes sociales implica -sobre todo para las almas solitarias como la suya- dejar de existir en un plano que, por mucho que uno se resista aceptar, parece a cada minuto estar ganando un mayor terreno en nuestra vida diaria. Ese latinajo de Berkeley, aquel filósofo irlandés, reverbera y se hace escuchar nítidamente entre las múltiples voces que generan el discurso de su aletargada mente: esse est percipi. Ser es ser percibido. A lo que luego le sigue aquel antiguo dilema filosófico, tantas veces comentado en las aulas: ¿si un árbol cae en un bosque y nadie lo escucha, genera este algún sonido? Igual hay sonidos que no merecen la pena ser percibidos, piensa. Tal vez ponemos demasiado empeño en amplificar y hacer eco de experiencias cotidianas que, al final, participan de una naturaleza discreta, irrelevante y silenciosa.

Da un sorbo a la taza de café. Frío, se lamenta. Y un poco agrio, también. Imposible de beber. 

Fastidiada, se lleva otro pedazo de magdalena a la boca. Sofía se pregunta, aludiendo nuevamente a su supuesto espíritu crítico, si precisamente por haberse afilado demasiado, este ha acabado por romperse. Observa como su filo, endeble y oxidado, se clava inclementemente sobre sus propios pensamientos. Pero se deja sangrar. Soy el puñal y la herida, se dice, mientras da otro mordisco desdeñoso a la magdalena. Con toda la dignidad que evocar a Baudelaire le confiere, observa el destrozo interior que su hoja genera, y se admira ante el color negro de la sangre, que se vierte sobre ella, recuperando así parte de su color original; una oveja negra, diferente a las demás. 

Sofía coge el móvil, accede a la galería y observa su pequeña obra de arte, mientras acaba con el último pedazo de la mutilada magdalena. No está tan mal, se concede. Sin darle mucha vuelta más, comparte su obra de arte personal con los quinientos cuarenta y siete seguidores de su red social favorita, añadiendo –como no podría ser de otra manera- un breve pero pedantísimo comentario que pretende ser un guiño a Marcel Proust.

Y es que, por mucho que haya estudiado -y por muy crítica que sea-, son pocas las personas que logran escapar a sus contradicciones. Esse est percipi. Ser es ser percibido. Posteo, luego existo.

Vaya, Miguel ha tardado menos de dos minutos en expresarle que le agrada su contenido, reconociendo así su valía, de hecho, validándola. Sofía ríe para sí.

Soy una oveja negra desteñida, piensa.

 Gamusina