El último roscón
Ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén, olé, olé, Olanda, olé; Olanda ya se ve, ya se ve, ya se ve… Las voces infantiles del famoso villancico se oyen leves y distorsionadas en el frío y pobremente iluminado obrador. Marcelo, nervioso y fastidiado, avanza penosamente y no sin dificultad hacia el rincón en el que reposa, sobre un mueble deslucido, la anticuada radio. Cuando la tiene delante, le arrea un golpe seco y brusco que la hace callar de golpe. Disfrutando del silencio que inunda el espacio, vuelve sobre sus pasos y se coloca de nuevo frente a la masa que habrá de convertirse en un roscón de reyes… El último de la temporada, un encargo para un cliente muy especial.
Con toda la seguridad y experiencia que el haberse dedicado al oficio durante largos años le ha procurado, mueve diligentemente la masa entre sus enormes manos, casi sin mirar siquiera, levantando espirales de harina a su alrededor. Cuando unas motitas de harina se posan sobre el amasijo de carne mal cicatrizada que cubre parte la mayor parte de su ojo izquierdo, emite un gruñido, se quita las gafas y se separa de la mesa de trabajo. Intenta retirar la harina de su rostro utilizando su antebrazo, pues tratar de hacerlo con las manos implicaría empeorar la situación. Maldita sea, murmura, fracasando en su intento. No le queda más remedio que abandonar nuevamente la masa para dirigirse al baño diminuto, en un extremo del obrador.
Abre el grifo y coloca sus manos debajo, limpiando así los restos de masa y harina. Ahora sí, con las manos limpias, se ayuda del agua para retirar la harina de su cara. Haciendo uso de la toalla húmeda y desgastada que cuelga de un colgador oxidado, seca su rostro y se mira en el espejo. La imagen que este le devuelve le recuerda nuevamente aquel suceso -cada vez más lejano- que marcó su piel y su vida para siempre. Repasa con sus dedos la grotesca cicatriz, reviviendo una vez más en su memoria aquel baño del colegio, en el que sucedió todo. Aquellos dos niños de su misma edad y curso, sus risas insidiosas, mirándole y sabiéndose superiores, disfrutando del momento. ¿Tienes miedo, gordito cuatro ojos?, le dijo el más alto, clavando sus ojos verdes y burlones sobre los suyos, que le devolvían la mirada, atemorizado. Recuerda sus cabellos pelirrojos, ardientes como el fuego, intimidándole. Sus pecas, graciosamente distribuidas en el hermoso rostro. Marcelo, petrificado y sintiendo el cuerpo tenso y agarrotado, tragó saliva. Las risas del otro, más bajito, burlándose de él. Danos las gafas, ahora, le ordenó el alto, adoptando su rostro una expresión maliciosa, regodeándose en su poder. Marcelo, sin poder moverse, incapaz de articular palabra, les devolvía la mirada como única respuesta.
Ojalá se hubiese defendido entonces, piensa ahora. Ojalá el recuerdo fuese otro.
Pero no.
¡El gordito cuatro ojos se ha meado!,
gritó el más bajito, señalándole con el dedo y riéndose. La vergüenza que
sintió pareció sacudirle por dentro, incitándole a reaccionar. Trató de
abalanzarse sobre ellos, con la mala suerte de resbalar sobre el diminuto
charquito de orina que se había formado bajo sus pies, haciéndole caer sobre las frías
baldosas del baño. Patadas, golpes, insultos. Carcajadas. Mucho miedo. Cerró
sus ojos fuertemente, deseando desaparecer. Y de repente, sangre. Un dolor
indescriptible en su cara, en el ojo izquierdo: un pedazo de cristal atravesó su párpado. Y al poco, silencio. Lo encontró un maestro, unos minutos
después.
Ese fue su último día en ese
colegio, y el primero de su nueva vida como tuerto.
Sus padres decidieron que no
volvería a la escuela, al fin y al cabo su destino estaba escrito: se dedicaría al
negocio familiar, la pastelería, que a su vez sería su única herencia. Y así
fue como Marcelo, con solo ocho años y un ojo, se dedicó a aprender el dulce
oficio que hoy lo ocupaba. Han pasado más de cuarenta años, sabe que jamás lo
olvidará: su reflejo mantendrá siempre vivo el recuerdo en su memoria.
Pero no tiene tiempo que perder,
hoy menos que nunca, así que vuelve manos a la obra.
Amasa vehementemente. Piensa en
el niño que fue, en el hombre que es. En su triste cicatriz; la que queda a la
vista de todos, y la que no, tierna y profunda, imposible de cerrar. En la
disculpa que nunca llegó. En la vida que dejó de vivir, y en la vida que ha
vivido, escondido en el obrador, alejado de la mirada de la gente. En los
cabellos rojos del niño, sus pecas, las risas. Dios sabe que ve esos cabellos
rojos hasta en los sueños. Así, con estos pensamientos inundando su mente
dolorida, se emplea en acabar el postre, hasta que finalmente este está listo
para ser horneado.
En realidad, jamás pensó en vengarse, nunca pensó
tener agallas ni medios para hacerlo. Pero el otro día el destino quiso que un
hombre pelirrojo se personase en la pastelería. Me gustaría encargar un roscón de reyes, le escuchó pedir
amablemente a su madre, que le atendió al otro lado del mostrador.
Marcelo saca el delicioso roscón
del horno, temblando sus manos bajo la bandeja. Lo tiene claro: finalmente, lo
va a hacer. Cuando lo ha colocado sobre la mesa de trabajo, lo corta transversalmente
con ayuda de un cuchillo y lo rellena con abundante nata montada, tratando de
mantener el pulso. Ahora sí, después de tanto tiempo, siente que al fin está
preparado para reaccionar. Cierra el puño y aplasta con este sus gruesas y
maltrechas gafas, que se hacen añicos contra la superficie de la mesa. Con
cuidado, coge uno de los pedacitos de cristal y lo hace desaparecer fácilmente entre
la nata, blanca y espesa, sintiendo que al fin podrá vengar al niño que fue.
···
Ocultándose tras la puerta que da
al obrador, Marcelo observa con disimulo y dificultad a través de la rendija. Ahí está, unos pocos minutos más tarde de la hora acordada; es él,
no le cabe la menor duda. Aunque no pueda ayudarse de sus gafas, ese rojo inconfundible
de sus cabellos, -igual un poco apagado con los años-, le indica que es él. Observa
como sonríe a su madre al pagar, ajena por completo a la identidad del cliente
que tiene delante, que a su vez tampoco la reconoce a ella. Está acompañado por una
mujer muy hermosa y esbelta, y por un niño de no más de diez años, la viva
imagen de su padre, con sus mismos cabellos, cuyos vivos ojos verdes admiran la
caja del roscón con ilusión.
¡Felices
fiestas!, se
despide amablemente, al salir.
Y así Marcelo siente en su abatido corazón que al fin se hará justicia, más de cuarenta años
después.
Andrea
C.
The Sad Christmas Series IV